jueves, 9 de febrero de 2012


“…se hace patente cómo la voluntad, en todos los grados de su fenómeno, desde el inferior al supremo, carece totalmente de un objetivo y fin último; siempre ansía porque el ansia es su propia esencia (…), vimos esto en el más simple de todos los fenómenos naturales, la gravedad, que no cesa de aspirar e impulsar hacia un centro inextenso que, de alcanzarse supondría su aniquilación y la de la materia; y no cesaría aunque todo el universo estuviera aglomerado”.

Recorro estos días las páginas de El mundo como voluntad y representación del gran Arturo Schopenhauer con la avidez de quien espera, en cada comentario, la explicación del Universo. Un viaje de claroscuros, con disgresiones iluminadoras y pasillos en penumbra, y la conclusión, parece que innegociable, de que el mundo, allí descrito, no ofrece para el hombre mas posibilidad que su representación, condenándolo al papel de comparsa y mero espectador.

En unas páginas de Extinción (Dios mío ¿qué leer después de Extinción?) Thomas Bernhard, por boca del narrador Franz Josef Murau, reconoce su incapacidad para descifrar, así dice, “descifrar”, la filosofía, encriptada y brumosa, de Nietszche y de  Schopenhauer. A pesar de haberse sentido “atraído y entusiasmado por ellos en el más alto grado”, Murau recuerda haber confesado su inepcia al inefable Gambetti: “…mire Gambetti, le había dicho, me he ocupado durante decenios de Nietschze, pero no he avanzado. Nietzsche me ha fascinado siempre, pero al mismo tiempo nunca he comprendido de él casi nada. Si soy sincero me pasa lo mismo con casi todos los demás filósofos, le había dicho a Gambetti, con Schopenhauer, con Pascal […], que nunca he conseguido descifrar ni siquiera en sus comienzos y que han sido siempre chino para mí”.

Cabría añadir, en este punto, un fandangillo de otro grande, José el Cabrero, cuyo cante indeleble, escrito al viento y sobre la tierra agraz del sur andaluz, alumbró el cielo todo con estas sabias palabras:  
 
                                                         Sócrates, de unos calzones
                                                         se hizo un día un delantal
                                                         y dijo, con dos cojones,
                                                         sólo sé que no sé na,
                                                         pero las brevas, se comen.

Al fin y al cabo, pienso para mí, no queda otra sabiduría que la conciencia de nuestra propia ignorancia que , en mi caso, es el fermento de esta escritura sin rumbo, anegada, si se me permite la expresión, de “lagunas oceánicas” sobre las que mantengo mi nado extraviado como buenamente puedo.