martes, 14 de febrero de 2012

 
Atiende el conspicuo y paciente Gambetti los desahogos de Murau, que reparte sus disgresiones y extravíos de iluminado bizantino a lo largo de las páginas insobornables de Extinción. La fotografía asoma en el relato como objeto repetido de las invectivas del narrador: “Con la invención de la fotografía, o sea, con la iniciación de este proceso de embrutecimiento hace más de cien años, el nivel intelectual de la población mundial desciende continuamente. Las imágenes fotográficas, le dije a Gambetti, han puesto en movimiento el proceso de embrutecimiento universal…”

Lo cierto es que las frecuentes lecturas de Extinción, relato sobre el que vuelvo por prescripción propia desde hace años, bien podrían estar en el origen, pienso ahora, de la aversión, creciente y enfermiza, en el límite de la náusea, podría decirse, que vengo incubando hacia la fotografía utilizada como crónica espuria y atolondrada de la realidad: el asombro ante la persistencia suicida con la que el hombre perpetúa en los medios, fotografía a fotografía, noticiero a noticiero, cartel a cartel, los mismos clichés periodísticos, fósiles y centenarios, los mismos patrones de belleza abotargantes, dictados por las mismas casas de cosméticos y los mismos diseñadores antediluvianos, amortajados en sus trajes funerarios y momificados por la química cancerígena aplicada sin descanso a sus mejillas. Contemplo estupefacto la decidida perversión con la que el mercado invade la sesera aturdida del espectador que, embrutecido y babeante, digiere con ceguera inusitada todas estas fabricaciones fotográficas infamantes. Esto es lo bello, anuncian, mostrando el mismo rostro una y otra vez, repitiendo hasta la asfixia las mismas imágenes, que exhiben obscenamente como un certificado incontestable de una realidad ingeniada en sus laboratorios de mercachifles. Seguirán, entretanto, banqueros y marchantes de armas decidiendo el mapa de las guerras, enviando en sus aviones a políticos salvapatrias y audaces fotoperiodistas, que exhibirán con orgullo la embajada de sus palabras gastadas y  sus imágenes de siempre.

Pero basta  de  esta cháchara pseudosociológica –…¡Gambetti!, pienso para mí-. El verdadero problema de este rechazo mío (irracional en sustancia, debo reconocer) hacia la fotografía como instrumento promocional de  una realidad (si no lamentable en todo su horror) cuando menos cuestionable, es la extensión del mismo, para mi enojo y desconcierto, a las fotografías domésticas y a los retratos familiares, cuya carga de nostalgia me resulta, a día de hoy, insostenible:

 “¿Qué hace pensar a los hombres que se dejan fotografiar” –insiste Mauer- “que han de aparecer felices en las fotografías que los muestran? (…) Todo el mundo quiere ser representado como un hombre feliz, siempre como totalmente falsificado, nunca como es en realidad, es decir, siempre, como el más infeliz de todos (…) Se refugian en la fotografía, se encogen deliberadamente en la fotografía que, con una falsificación total, los muestra felices y hermosos o, por lo menos, como menos feos e infelices de lo que son (…) En sus pisos cuelgan las fotografías que se han dejado hacer como un mundo hermoso y feliz, que en verdad es el más feo e infeliz y más mentiroso. Durante toda su vida miran fijamente sus imágenes hermosas y sus imágenes felices en las paredes y se sienten contentos cuando, sin embargo, sólo tendrían que sentir aversión (…) “

Bien es cierto que nada se aproxima más a la idea de eternidad que el fugaz parpadeo de un instante (despojados ambos de la carga inamovible del pasado y de los espejismos ilusorios del futuro), y que el juego fotográfico se presta del mejor modo a la falsa promesa de  intemporalidad. Archivamos, así, con nuestras instantáneas fotográficas, el inventario de los mejores momentos, en la asunción descabellada y alucinatoria de hurtar al viento nuestra existencia efímera y espectral, evocando un pasado inexistente que, si acaso (y ya es mucho decir) fue, pero en ningún caso es.

Se pregunta uno si este mundo descalabrado y en esencia mortal, esta esfera ingrávida que imaginamos suspendida del modo más absurdo entre el polvillo estelar o rodando descabalgada a lomos  del Tiempo, si este mundo, digo, se merece un solo gramo de nuestra nostalgia:

“Vivimos en dos mundos, le dije a Gambetti, en el real, que es triste e innoble y, en definitiva, mortal, y en el fotografiado, que es por completo mentiroso…”