Atiende
el conspicuo y paciente Gambetti los desahogos de Murau, que reparte sus
disgresiones y extravíos de iluminado bizantino a lo largo de las páginas
insobornables de Extinción. La fotografía asoma en el relato como objeto
repetido de las invectivas del narrador: “Con la invención de la fotografía, o
sea, con la iniciación de este proceso de embrutecimiento hace más de cien años,
el nivel intelectual de la población mundial desciende continuamente. Las imágenes
fotográficas, le dije a Gambetti, han puesto en movimiento el proceso de
embrutecimiento universal…”
Lo
cierto es que las frecuentes lecturas de Extinción, relato sobre el que vuelvo por
prescripción propia desde hace años, bien podrían estar en el origen, pienso
ahora, de la aversión, creciente y enfermiza, en el límite de la náusea, podría
decirse, que vengo incubando hacia la fotografía utilizada como crónica espuria
y atolondrada de la realidad: el asombro ante la persistencia suicida con la
que el hombre perpetúa en los medios, fotografía a fotografía, noticiero a
noticiero, cartel a cartel, los mismos clichés periodísticos, fósiles y
centenarios, los mismos patrones de belleza abotargantes, dictados por las
mismas casas de cosméticos y los mismos diseñadores antediluvianos, amortajados
en sus trajes funerarios y momificados por la química cancerígena aplicada sin
descanso a sus mejillas. Contemplo estupefacto la decidida perversión con la
que el mercado invade la sesera aturdida del espectador que, embrutecido y babeante, digiere con ceguera inusitada todas estas fabricaciones fotográficas
infamantes. Esto es lo bello, anuncian, mostrando el mismo rostro una y otra
vez, repitiendo hasta la asfixia las mismas imágenes, que exhiben obscenamente
como un certificado incontestable de una realidad ingeniada en sus laboratorios
de mercachifles. Seguirán, entretanto, banqueros y marchantes de armas
decidiendo el mapa de las guerras, enviando en sus aviones a políticos
salvapatrias y audaces fotoperiodistas, que exhibirán con orgullo la embajada
de sus palabras gastadas y sus imágenes de siempre.
Pero
basta de esta cháchara pseudosociológica –…¡Gambetti!, pienso para mí-.
El verdadero problema de este rechazo mío (irracional en sustancia, debo
reconocer) hacia la fotografía como instrumento promocional de una realidad (si no lamentable en todo su
horror) cuando menos cuestionable, es la extensión del mismo, para mi enojo y
desconcierto, a las fotografías domésticas y a los retratos familiares, cuya
carga de nostalgia me resulta, a día de hoy, insostenible:
“¿Qué hace pensar a los hombres que se
dejan fotografiar” –insiste Mauer- “que han de aparecer felices en las fotografías
que los muestran? (…) Todo el mundo quiere ser representado como un hombre
feliz, siempre como totalmente falsificado, nunca como es en realidad, es
decir, siempre, como el más infeliz de todos (…) Se refugian en la fotografía,
se encogen deliberadamente en la fotografía que, con una falsificación total,
los muestra felices y hermosos o, por lo menos, como menos feos e infelices de
lo que son (…) En sus pisos cuelgan las fotografías que se han dejado hacer
como un mundo hermoso y feliz, que en verdad es el más feo e infeliz y más
mentiroso. Durante toda su vida miran fijamente sus imágenes hermosas y sus imágenes
felices en las paredes y se sienten contentos cuando, sin embargo, sólo tendrían
que sentir aversión (…) “
Bien
es cierto que nada se aproxima más a la idea de eternidad que el fugaz parpadeo
de un instante (despojados ambos de la carga inamovible del pasado y de los
espejismos ilusorios del futuro), y que el juego fotográfico se presta del
mejor modo a la falsa promesa de
intemporalidad. Archivamos, así, con nuestras instantáneas fotográficas, el inventario de
los mejores momentos, en la asunción descabellada y alucinatoria de hurtar al
viento nuestra existencia efímera y espectral, evocando un pasado inexistente
que, si acaso (y ya es mucho decir) fue, pero en ningún caso es.
Se
pregunta uno si este mundo descalabrado y en esencia mortal, esta esfera ingrávida
que imaginamos suspendida del modo más absurdo entre el polvillo estelar o rodando
descabalgada a lomos del Tiempo,
si este mundo, digo, se merece un solo gramo de nuestra nostalgia:
“Vivimos
en dos mundos, le dije a Gambetti, en el real, que es triste e innoble y, en
definitiva, mortal, y en el fotografiado, que es por completo mentiroso…”