Días
de frío y sol. Días en los que disfruto de una tregua de mi espinazo traidor y
que aprovecho para retomar mi trote olímpico. Corro con una luz baja y metálica,
que me acompaña media elipse y se escurre luego por la nuca, para volver a deslumbrarme
en el siguiente giro con una
intermitencia hipnótica. Una pareja de ancianos me acompaña estos días
en la pista: la mujer se acomoda en una silla de playa, embutida en un bañador de
colores brillantes y con la cabeza seccionada en una refulgente bandeja de baño
solar; desentumece a ratos el cuerpo con una gimnasia de zarzuela, los brazos
en jarras y un giro lento y coqueto de cantinerita.
El marido rueda su bicicleta en sentido contrario al mío, el torso desnudo al sol, tocado
con una gorrilla de capitán de yate y con un pantalón a cuadros subido por
encima del ombligo; cabalga su bicicleta de paseo como un Marco Aurelio su
montura, saludando a su señora en
cada giro, con orgullo y cumplimiento. Cruzamos nuestras miradas en cada vuelta: me encara ufano, la barba alzada y desafiante; yo disimulo entre jadeos mi
inspección, con la suspicacia de quien asiste a una aparición mariana o al
desembarco de un ejército invasor.
La bicicleta es una Orbea desconchada, con una cesta de reparto todavía
encordada al sillín, vestigio de algún remoto trabajo de juventud. La ceremonia
de amor feliz se prolonga, sin quebrantos, durante toda la mañana.