sábado, 28 de enero de 2012


Días de frío y sol. Días en los que disfruto de una tregua de mi espinazo traidor y que aprovecho para retomar mi trote olímpico. Corro con una luz baja y metálica, que me acompaña media elipse y se escurre luego por la nuca, para volver a deslumbrarme en el siguiente giro con una  intermitencia hipnótica. Una pareja de ancianos me acompaña estos días en la pista: la mujer se acomoda en una silla de playa, embutida en un bañador de colores brillantes y con la cabeza seccionada en una refulgente bandeja de baño solar; desentumece a ratos el cuerpo con una gimnasia de zarzuela, los brazos en jarras y un giro lento y coqueto de cantinerita.

El marido rueda su bicicleta en sentido contrario al mío, el torso desnudo al sol, tocado con una gorrilla de capitán de yate y con un pantalón a cuadros subido por encima del ombligo; cabalga su bicicleta de paseo como un Marco Aurelio su montura,  saludando a su señora en cada giro, con orgullo y cumplimiento. Cruzamos nuestras miradas en cada vuelta: me encara ufano, la barba alzada y desafiante; yo disimulo entre jadeos mi inspección, con la suspicacia de quien asiste a una aparición mariana o al desembarco de  un ejército invasor. La bicicleta es una Orbea desconchada, con una cesta de reparto todavía encordada al sillín, vestigio de algún remoto trabajo de juventud. La ceremonia de amor feliz se prolonga, sin quebrantos, durante toda la mañana.