lunes, 23 de enero de 2012



El dolor nace en la base del espinazo, en un punto indeterminado entre la columna y la pelvis. Desde este epicentro se expande por todo el cuerpo en ondas concéntricas, hasta asomar palpitante en las sienes y en los dedos ahora entumecidos. Encuentro alivio inclinando el torso hacia adelante y distrayendo el calambre con alguna lectura ocasional. En esta postura oferente, con las manos encogidas sobre el codo como un cirujano en espera de sus guantes, leo en Cioran las siguientes palabras:

“El tedio es el horror del tiempo, la conciencia del tiempo. Quien no es consciente del tiempo no siente tedio”.

La sentencia, me devuelve a la idea del tiempo como artefacto imaginario perpetrado por el hombre, sapiens resabiado, que lograría de este modo, pienso, la caducidad de todo dolor, pero sacrificaría, en su enfrentamiento al mundo, la eternidad de todo placer. El odio y las contingencias todas, ahora episódicos, arrastrarían por contrato al amor, ya nunca eterno.

En este acuerdo del diablo, tan humano, las palabras de Cioran se convierten  en un verdadero acto de fe, en la ofensa de quien encuentra inaceptables las reglas de este juego impuesto, en el que, sin previa consulta, nos es negada la felicidad indeleble. Descubro la misma indignación en Proust, a quien, por cierto, Cioran detestaba, y que,  en sus excursiones por Balbec, culpaba indignado al ferrocarril de nuestra conciencia del tiempo: “desde que existe el ferrocarril, la necesidad de no perder el tren nos ha obligado a tener en cuenta los minutos…”

Desde el prodigio de su inversión literaria, sin embargo, el escritor francés encontró en la evocación el cauce perfecto para su huida hacia adelante, su particular liberación del aparataje temporal: …”pues a los trastornos de la memoria van unidas las intermitencias del corazón…”, escribe, denostando el olvido. Sorprendido, encuentro en Cioran, enemigo de toda nostalgia, la misma expresión, “intermitencias del corazón”, en un sentido completamente opuesto, entendido como una flaqueza que facultara el regreso de las reminiscencias; ya que, para el pensador rumano, “se hace impensable vivir instalados en el recuerdo”.

Para Cioran el reparto de cartas, en esta mano fatal que es la vida, sólo resultaba aceptable gracias al recurso del suicidio -al abandono voluntario de la mesa-, del que se vanagloriaba y exhibía como un derecho innegociable; Proust, acorralado por su frágil salud, encamado en un apartamento sellado al mundo con láminas de corcho, desgrano su obra catedralicia a lo largo de una década, con la urgencia de quien anticipa el final de la partida y la determinación de imponer una moratoria al tiempo: “He puesto la palabra fin. Ahora ya puedo morir”, anunció con dramática satisfacción a su secretaria Celeste.

En el teatro de una batalla similar, soneto en mano, Shakespeare encara al tiempo con estas palabras desafiantes:

No Tiempo, no te jactes de que cambio:
……    ….   ….    ….
Te desafío a ti y a tus archivos:
recelo del pasado y del presente
pues corres a tal ritmo enloquecido
que tu visión y lo que vemos mienten.

ni tu hoz ni tú, te lo juro, impedirán
que siga siendo fiel a la verdad.