Llego en el final del día a este parque que he convertido en
teatro de mi inacción. Con un pañuelo imaginario y el hábil gesto de un
ilusionista, ¡hop!, hurto al mundo mi presencia y me convierto en nadie.
Ulises, héroe fecundo en ardides, cegó
dolorosamente al cíclope Polifemo,
haciéndose pasar por nadie: “Nadie es mi nombre;
así me llaman mi padre, mi madre y todos mis compañeros” .
Últimamente mis paseos terminan es este mismo banco, con la cámara
fotográfica rendida en el regazo y la tapa sellando su óptica como quien echa
la persiana al negocio. El aventurero Ulises cegando al cíclope. A mi lado se
ha sentado la figura ya familiar del pensionista, la camisa recién planchada y
embutida en unos pantalones de tergal que sujeta con una cuerda; le acompaña su
inseparable bolsa de plástico: “Nadie es mi nombre”,
exhorto a mi compañero de asiento, que se mantiene inmutable.
En estos lapsos interminables, en los que el tedio de siempre se
enseñorea de todo el parque, evoco con falsa nostalgia los días de acción y aventura. Podría
desempolvar, reflexiono, mi chaleco fotográfico ultraprofesional, poblado de
credenciales periodísticas y mil bolsillos (en los que nunca encontraba nada),
color verde-camuflaje (no fuera a ser que me vieran); podría viajar nuevamente
a alguna geografía exótica, descalabrada por alguna guerra o un tifón,
disfrazando mis veleidades de autor con el compromiso por los demás. Todo por
el prójimo y al de al lado pisarlo, tan católico. La inmodestia de pensar en
ajustes planetarios cuando la acción poética no tiene más alcance que la
extensión de nuestros brazos, el fugaz consuelo de una caricia: “Se bienvenido.
¿A qué distancia están tus fuerzas?”, le pregunta un expectante Ricardo II al
fiel Salisbury - cuya soldadesca ha huido cobardemente a manos de Bolingbroke-, “Ni más
cerca ni más lejos que este débil brazo…”, le responde, contrito, el galés.
Aterrado, escarbo en mis recuerdos traidores sin encontrar en la
memoria de estos últimos días un abrazo redentor. Ojeo de soslayo a mi
compañero de banco, su mirada al frente y pegadas las rodillas, que ha
dispuesto entre nosotros el hatillo, poblado, descubro con sorpresa, de
relucientes manzanas rojas. Congelo un gesto de afecto que, mal medido, podría
arruinar este primer acercamiento. Tan sólo alargo el brazo para alcanzar la
fruta prohibida, que muerdo con delicadeza casi femenina. A bocados, con calma
edénica, liquidamos, una a una, toda las manzanas de la bolsa. Confío a mi
libreta este episodio, al modo de un antropólogo consignando su primer
encuentro con un bosquimano. En el aire la duda de quién estudia a quién.