Cierro
contraventanas y corro cortinas para precipitar el final de una jornada que no
llega nunca. Un pequeño transistor, que la asistenta ha olvidado encendido,
vocea un listado interminable de desarreglos planetarios: a la alarmante falta
de neurocirujanos parece sumarse la acumulación incontrolada de neumáticos, de
caucho pestífero e irreductible; masas forestales de escala continental y antigüedad
pleistocénica desparecen en un cruel segundo, arrastrando a tribus igualmente
primigenias… El grifo, mal cerrado, mantiene un goteo airoso, ajeno en todo al
apocalipsis radiofónico. No parece existir mas ley que la de la gravedad,
continúa la radio, en la que Stephen Hawking, ha reconocido la causa en sí , la explicación
absoluta de un universo infinito en el que, sin embargo, parece, ya no hay
sitio para Dios.
El
anuncio radiofónico de la ausencia de Dios y mi presencia sola en este universo
descabezado me devuelven un aplomo que creía perdido con el que decido
enfrentarme al folio en blanco que me espera en la mesilla. Voy a preparar mi
embate a un dios inexistente, me digo, al que hurtaré el fuego con el que alumbrar el pasillo de estos días que
no acaban nunca. Con firmes
brochazos poblaré mis paredes de jardines imposibles y pajarillos cantarines;
reescribiré la vida con el talento de un Miguel Ángel retrepado en su andamio
sixtino, hasta someter el cielo a mis designios iluminados.
Acodado
sobre el blanco de las hojas, doy
comienzo a mi escritura prometeica: con la autoridad de un soberano en su
feudo, declaro prohibidas rocas y cadenas, desterradas todas las rapaces y
proscritos los sabios; bienvenidos, por decreto, todos los necios de firmes
piernas…
Al
paso de los minutos, sin embargo, la lengua fuera y el pulso acelerado,
comienzo a anticipar una nueva derrota. Releo mis notas erráticas con creciente repulsión: el trazo de mi
genio, con el que pretendía alumbrar un nuevo Edén, resulta un pobre
trampantojo sin más perfume que
mi jadeo entrecortado y
sin
otra música
que el eco
de mis trompicones
solitarios.
En el
límite del desmayo y la rendición mas absoluta, con la silla como único apoyo
de mi trastornado equilibrio, acuden a mi memoria el consuelo y compañía de
estos versos:
My
love looks fresh, and death to me suscribes
since,
spite of him, I´ll live in this poor rhyme
(Mi
amor permanece invicto y derrotada la Muerte,
a cuyo
pesar, en esta rima, vivo y me hago fuerte)
con
los que Shakespeare puso una nota de aliento a esta danza insensata que es la
vida.
Mecido
en la cadencia del soneto salvador, aplazo, una vez más, mi combate con el
folio y me arrastro a la cama, agotado el cuerpo por las mil batallas del día.
Me envuelvo en las sabanas familiares, que nunca debí abandonar, y caigo en el
pozo de un profundo sueño, interrumpido súbitamente por el campanilleo del
cruel despertador que anuncia, intempestivo, el comienzo de un día nuevo, tal
vez ya consumado.