sábado, 10 de diciembre de 2011

Cierro contraventanas y corro cortinas para precipitar el final de una jornada que no llega nunca. Un pequeño transistor, que la asistenta ha olvidado encendido, vocea un listado interminable de desarreglos planetarios: a la alarmante falta de neurocirujanos parece sumarse la acumulación incontrolada de neumáticos, de caucho pestífero e irreductible; masas forestales de escala continental y antigüedad pleistocénica desparecen en un cruel segundo, arrastrando a tribus igualmente primigenias… El grifo, mal cerrado, mantiene un goteo airoso, ajeno en todo al apocalipsis radiofónico. No parece existir mas ley que la de la gravedad, continúa la radio, en la que Stephen Hawking, ha reconocido la causa en sí , la explicación absoluta de un universo infinito en el que, sin embargo, parece, ya no hay sitio para Dios.

El anuncio radiofónico de la ausencia de Dios y mi presencia sola en este universo descabezado me devuelven un aplomo que creía perdido con el que decido enfrentarme al folio en blanco que me espera en la mesilla. Voy a preparar mi embate a un dios inexistente, me digo, al que hurtaré el fuego con el que  alumbrar el pasillo de estos días que no acaban nunca.  Con firmes brochazos poblaré mis paredes de jardines imposibles y pajarillos cantarines; reescribiré la vida con el talento de un Miguel Ángel retrepado en su andamio sixtino, hasta someter el cielo a mis designios iluminados.

Acodado sobre el blanco de las hojas,  doy comienzo a mi escritura prometeica: con la autoridad de un soberano en su feudo, declaro prohibidas rocas y cadenas, desterradas todas las rapaces y proscritos los sabios; bienvenidos, por decreto, todos los necios de firmes piernas…

Al paso de los minutos, sin embargo, la lengua fuera y el pulso acelerado, comienzo a anticipar una nueva derrota. Releo mis notas erráticas con  creciente repulsión: el trazo de mi genio, con el que pretendía alumbrar un nuevo Edén, resulta un pobre trampantojo sin más perfume que
                                                                                   mi jadeo entrecortado y
                                                                                   sin otra música
                                                                                   que el eco
                                                                                   de mis trompicones
                                                                                   solitarios.

En el límite del desmayo y la rendición mas absoluta, con la silla como único apoyo de mi trastornado equilibrio, acuden a mi memoria el consuelo y compañía de estos versos:

My love looks fresh, and death to me suscribes
since, spite of him, I´ll live in this poor rhyme  
(Mi amor permanece invicto y derrotada la Muerte,
a cuyo pesar, en esta rima, vivo y me hago fuerte)

con los que Shakespeare puso una nota de aliento a esta danza insensata que es la vida.

Mecido en la cadencia del soneto salvador, aplazo, una vez más, mi combate con el folio y me arrastro a la cama, agotado el cuerpo por las mil batallas del día. Me envuelvo en las sabanas familiares, que nunca debí abandonar, y caigo en el pozo de un profundo sueño, interrumpido súbitamente por el campanilleo del cruel despertador que anuncia, intempestivo, el comienzo de un día nuevo, tal vez ya consumado.