jueves, 9 de febrero de 2012


“…se hace patente cómo la voluntad, en todos los grados de su fenómeno, desde el inferior al supremo, carece totalmente de un objetivo y fin último; siempre ansía porque el ansia es su propia esencia (…), vimos esto en el más simple de todos los fenómenos naturales, la gravedad, que no cesa de aspirar e impulsar hacia un centro inextenso que, de alcanzarse supondría su aniquilación y la de la materia; y no cesaría aunque todo el universo estuviera aglomerado”.

Recorro estos días las páginas de El mundo como voluntad y representación del gran Arturo Schopenhauer con la avidez de quien espera, en cada comentario, la explicación del Universo. Un viaje de claroscuros, con disgresiones iluminadoras y pasillos en penumbra, y la conclusión, parece que innegociable, de que el mundo, allí descrito, no ofrece para el hombre mas posibilidad que su representación, condenándolo al papel de comparsa y mero espectador.

En unas páginas de Extinción (Dios mío ¿qué leer después de Extinción?) Thomas Bernhard, por boca del narrador Franz Josef Murau, reconoce su incapacidad para descifrar, así dice, “descifrar”, la filosofía, encriptada y brumosa, de Nietszche y de  Schopenhauer. A pesar de haberse sentido “atraído y entusiasmado por ellos en el más alto grado”, Murau recuerda haber confesado su inepcia al inefable Gambetti: “…mire Gambetti, le había dicho, me he ocupado durante decenios de Nietschze, pero no he avanzado. Nietzsche me ha fascinado siempre, pero al mismo tiempo nunca he comprendido de él casi nada. Si soy sincero me pasa lo mismo con casi todos los demás filósofos, le había dicho a Gambetti, con Schopenhauer, con Pascal […], que nunca he conseguido descifrar ni siquiera en sus comienzos y que han sido siempre chino para mí”.

Cabría añadir, en este punto, un fandangillo de otro grande, José el Cabrero, cuyo cante indeleble, escrito al viento y sobre la tierra agraz del sur andaluz, alumbró el cielo todo con estas sabias palabras:  
 
                                                         Sócrates, de unos calzones
                                                         se hizo un día un delantal
                                                         y dijo, con dos cojones,
                                                         sólo sé que no sé na,
                                                         pero las brevas, se comen.

Al fin y al cabo, pienso para mí, no queda otra sabiduría que la conciencia de nuestra propia ignorancia que , en mi caso, es el fermento de esta escritura sin rumbo, anegada, si se me permite la expresión, de “lagunas oceánicas” sobre las que mantengo mi nado extraviado como buenamente puedo.
 

sábado, 4 de febrero de 2012



Me introducen postrado en la cápsula infame como a un supositorio. En el puño un bombín que debo accionar en caso de abandonarme al pánico. A los pies de esta mortaja, blanca y galáctica, mi calzado espera el regreso de su dueño. En mi lenta inmersión recuerdo a Empédocles de Agrigento, que se arrojó al Etna con el propósito de desvelar el secreto del interior de la Tierra, dejando una sandalia  en prueba de su identidad (y arrojo).

Inmovilizado  en  el  interior  del tubo,  pienso  en  mis ridículos calcetines  (rojo  chillón  salpicado de  motas azules  -elección desgraciada-) asomando en el extremo de la máquina. Mantengo, heroico, la compostura en los veinte minutos interminables que dura la inspección. El martilleo magnético se apaga gradualmente. Contengo la respiración, atento a cualquier señal del mundo exterior: bien podría salir disparado a las estrellas en el instante último de una deflagración planetaria. El aparato me devuelve finalmente a la vida; emerjo como un Lázaro de la tumba, con la auxiliar –la mirada clavada en mis pies- sujetando mi calzado en un gesto de atención, que su irónica sonrisilla desmiente. Me incorporo con la imagen fugaz de un operario encontrando, al final del día,  el cuerpo inerte de la enfermera, mi calcetín irisado anudado con fatal estridencia a su delicado cuello.

lunes, 30 de enero de 2012


Hoy no prestaré atención a las nubes,
                                 me tumbaré
                                 y cerraré los ojos,
                                 la hierba crecerá a mi alrededor,
                                 hundiré
                                 mis dedos
                                 en el suelo
                                 y, agarrado a estas raíces,
                                 esperaré 
                                 el incendio que se acerca.


sábado, 28 de enero de 2012


Días de frío y sol. Días en los que disfruto de una tregua de mi espinazo traidor y que aprovecho para retomar mi trote olímpico. Corro con una luz baja y metálica, que me acompaña media elipse y se escurre luego por la nuca, para volver a deslumbrarme en el siguiente giro con una  intermitencia hipnótica. Una pareja de ancianos me acompaña estos días en la pista: la mujer se acomoda en una silla de playa, embutida en un bañador de colores brillantes y con la cabeza seccionada en una refulgente bandeja de baño solar; desentumece a ratos el cuerpo con una gimnasia de zarzuela, los brazos en jarras y un giro lento y coqueto de cantinerita.

El marido rueda su bicicleta en sentido contrario al mío, el torso desnudo al sol, tocado con una gorrilla de capitán de yate y con un pantalón a cuadros subido por encima del ombligo; cabalga su bicicleta de paseo como un Marco Aurelio su montura,  saludando a su señora en cada giro, con orgullo y cumplimiento. Cruzamos nuestras miradas en cada vuelta: me encara ufano, la barba alzada y desafiante; yo disimulo entre jadeos mi inspección, con la suspicacia de quien asiste a una aparición mariana o al desembarco de  un ejército invasor. La bicicleta es una Orbea desconchada, con una cesta de reparto todavía encordada al sillín, vestigio de algún remoto trabajo de juventud. La ceremonia de amor feliz se prolonga, sin quebrantos, durante toda la mañana.

lunes, 23 de enero de 2012



El dolor nace en la base del espinazo, en un punto indeterminado entre la columna y la pelvis. Desde este epicentro se expande por todo el cuerpo en ondas concéntricas, hasta asomar palpitante en las sienes y en los dedos ahora entumecidos. Encuentro alivio inclinando el torso hacia adelante y distrayendo el calambre con alguna lectura ocasional. En esta postura oferente, con las manos encogidas sobre el codo como un cirujano en espera de sus guantes, leo en Cioran las siguientes palabras:

“El tedio es el horror del tiempo, la conciencia del tiempo. Quien no es consciente del tiempo no siente tedio”.

La sentencia, me devuelve a la idea del tiempo como artefacto imaginario perpetrado por el hombre, sapiens resabiado, que lograría de este modo, pienso, la caducidad de todo dolor, pero sacrificaría, en su enfrentamiento al mundo, la eternidad de todo placer. El odio y las contingencias todas, ahora episódicos, arrastrarían por contrato al amor, ya nunca eterno.

En este acuerdo del diablo, tan humano, las palabras de Cioran se convierten  en un verdadero acto de fe, en la ofensa de quien encuentra inaceptables las reglas de este juego impuesto, en el que, sin previa consulta, nos es negada la felicidad indeleble. Descubro la misma indignación en Proust, a quien, por cierto, Cioran detestaba, y que,  en sus excursiones por Balbec, culpaba indignado al ferrocarril de nuestra conciencia del tiempo: “desde que existe el ferrocarril, la necesidad de no perder el tren nos ha obligado a tener en cuenta los minutos…”

Desde el prodigio de su inversión literaria, sin embargo, el escritor francés encontró en la evocación el cauce perfecto para su huida hacia adelante, su particular liberación del aparataje temporal: …”pues a los trastornos de la memoria van unidas las intermitencias del corazón…”, escribe, denostando el olvido. Sorprendido, encuentro en Cioran, enemigo de toda nostalgia, la misma expresión, “intermitencias del corazón”, en un sentido completamente opuesto, entendido como una flaqueza que facultara el regreso de las reminiscencias; ya que, para el pensador rumano, “se hace impensable vivir instalados en el recuerdo”.

Para Cioran el reparto de cartas, en esta mano fatal que es la vida, sólo resultaba aceptable gracias al recurso del suicidio -al abandono voluntario de la mesa-, del que se vanagloriaba y exhibía como un derecho innegociable; Proust, acorralado por su frágil salud, encamado en un apartamento sellado al mundo con láminas de corcho, desgrano su obra catedralicia a lo largo de una década, con la urgencia de quien anticipa el final de la partida y la determinación de imponer una moratoria al tiempo: “He puesto la palabra fin. Ahora ya puedo morir”, anunció con dramática satisfacción a su secretaria Celeste.

En el teatro de una batalla similar, soneto en mano, Shakespeare encara al tiempo con estas palabras desafiantes:

No Tiempo, no te jactes de que cambio:
……    ….   ….    ….
Te desafío a ti y a tus archivos:
recelo del pasado y del presente
pues corres a tal ritmo enloquecido
que tu visión y lo que vemos mienten.

ni tu hoz ni tú, te lo juro, impedirán
que siga siendo fiel a la verdad.

miércoles, 18 de enero de 2012


No escribir para ofrecerse como modelo de conducta,
no escribir para ofrecerse como modelo,
no escribir para ofrecerse,
no escribir,
no,
.

viernes, 13 de enero de 2012



miércoles, 11 de enero de 2012




domingo, 8 de enero de 2012


Llego en el final del día a este parque que he convertido en teatro de mi inacción. Con un pañuelo imaginario y el hábil gesto de un ilusionista, ¡hop!, hurto al mundo mi presencia y me convierto en nadie. Ulises, héroe fecundo en ardides, cegó dolorosamente al cíclope Polifemo,  haciéndose pasar por nadie: “Nadie es mi nombre; así me llaman mi padre, mi madre y todos mis compañeros” .

Últimamente mis paseos terminan es este mismo banco, con la cámara fotográfica rendida en el regazo y la tapa sellando su óptica como quien echa la persiana al negocio. El aventurero Ulises cegando al cíclope. A mi lado se ha sentado la figura ya familiar del pensionista, la camisa recién planchada y embutida en unos pantalones de tergal que sujeta con una cuerda; le acompaña su inseparable bolsa de plástico: Nadie es mi nombre”, exhorto a mi compañero de asiento, que se mantiene inmutable.

En estos lapsos interminables, en los que el tedio de siempre se enseñorea de todo el parque, evoco con falsa nostalgia los días  de acción y aventura. Podría desempolvar, reflexiono, mi chaleco fotográfico ultraprofesional, poblado de credenciales periodísticas y mil bolsillos (en los que nunca encontraba nada), color verde-camuflaje (no fuera a ser que me vieran); podría viajar nuevamente a alguna geografía exótica, descalabrada por alguna guerra o un tifón, disfrazando mis veleidades de autor con el compromiso por los demás. Todo por el prójimo y al de al lado pisarlo, tan católico. La inmodestia de pensar en ajustes planetarios cuando la acción poética no tiene más alcance que la extensión de nuestros brazos, el fugaz consuelo de una caricia: “Se bienvenido. ¿A qué distancia están tus fuerzas?”, le pregunta un expectante Ricardo II al fiel Salisbury - cuya soldadesca ha huido cobardemente a manos de Bolingbroke-, “Ni más cerca ni más lejos que este débil brazo…”, le responde, contrito, el galés.

Aterrado, escarbo en mis recuerdos traidores sin encontrar en la memoria de estos últimos días un abrazo redentor. Ojeo de soslayo a mi compañero de banco, su mirada al frente y pegadas las rodillas, que ha dispuesto entre nosotros el hatillo, poblado, descubro con sorpresa, de relucientes manzanas rojas. Congelo un gesto de afecto que, mal medido, podría arruinar este primer acercamiento. Tan sólo alargo el brazo para alcanzar la fruta prohibida, que muerdo con delicadeza casi femenina. A bocados, con calma edénica, liquidamos, una a una, toda las manzanas de la bolsa. Confío a mi libreta este episodio, al modo de un antropólogo consignando su primer encuentro con un bosquimano. En el aire la duda de quién estudia a quién.

viernes, 30 de diciembre de 2011

 
Palabras como brazadas en el agua.

                              Palabras para no ahogarse uno.

                              Porque a mis espaldas
                              sólo tengo ya el rincón
                              al que el peso del mundo
                              me ha empujado.

                              Palabras para acompañar con música
                              esta danza absurda,
                              este vaivén de bestia enjaulada.

                              Ni un segundo de distracción,
                              ni  un segundo de derrota.

                              Y cuando las palabras se acaben,
                              la risa,
                              irreductible, innegociable, irrecusable,
                              inevitable.

sábado, 24 de diciembre de 2011


La alarma del despertador me devuelve a la ingrata vigilia de un nuevo día , y con ella a la amenaza de una jornada idéntica a la anterior y anticipo, a buen seguro, de otra igualmente indistinguible. El tiempo saltando a horcajadas sobre el tiempo.

Puedo escuchar desde mi dormitorio, la oreja pegada a la puerta, el siseo reptil de la asistenta en el pasillo, desempolvando el rodapié o aplastando algún insecto imaginario con calculada entrega. Cesa el ruido abruptamente; intuyo ahora, sin asomo de duda, la cadencia asesina de su respiración del otro lado de la pared; su aviesa mirada en dirección a mi habitación, enmarañado el pelo, palmeándose el estómago en un gesto, estoy convencido, desafiante. Debilitado por un sueño difuso, del que aún no me he despegado, renuncio a cualquier confrontación doméstica y me deslizo por la puerta sin ser visto.

Erguido el mentón, avanzo con decisión marcial por calles todavía vacías; alineados como peceras mudas, un tribunal de escaparates asiste a mi desfile callejero; sobre los tejados, y entre las antenas, el vuelo temprano de algún pajarete a nadie, salvo a mi, parece incumbir.

Decido tomarme un respiro en un parquecillo salpicado de bancos por los que un chucho contrahecho va repartiendo orines con pausa y ceremonia; entre los arbustos asoma, de cuando en cuando, un pensionista ocioso, aferradas las dos manos al plástico arrugado de una bolsa de contenido impenetrable. En la comodidad de mi propio asiento, me abandono al mortal languor del que tanto previene Schopenhauer: “la parálisis, leo en mis notas, “que se muestra en la forma del terrible y mortecino aburrimiento, de un fatigado anhelo sin objeto determinado”, y que se extiende ahora, imparable, por todo mi cuerpo.

Tumbado en el banco sin decoro alguno y con la libreta enfrentada al cielo, continúo el repaso de mi pequeño vademécum: en el sabio alemán encuentro con sorpresa el remedio a mi creciente postración, que no es otra que mi condición de artista y “el consuelo que procura el arte, y el entusiasmo del artista al que le hace olvidar las fatigas de la vida”. De este modo, el elogiado creador, leo con asombro, fascinado, “contempla el espectáculo de la objetivación del mundo: se queda parado en él, no se cansa de contemplarlo y reproducirlo en su representación”.

Detecto un pálpito premonitorio, anuncio de una de mis habituales pugnas con un mundo cuyo peso, quiero convencerme, ya no me intimida. Así, incorporado ya en el banco, desde la contemplación más decidida, el ceño fruncido y encimada mi cámara, transmuto el vientecillo, que agita las hojas, en una suave caricia; para cada pájaro y piedrecita encuentro un nombre y un propósito; incluso el cuasimodo canino, que se acerca obsequioso, meneando su rabito pelado, tiene su lugar en este cuadro de armonía, al que mis atributos poéticos han concedido un nuevo orden.

Envanecido por mi osadía prometeica, apoyados ahora los codos en el respaldo del banco,  reflexiono sobre el acto de representación: la vida convertida en espectáculo, pienso para mi, libre de tribulaciones, re-presentada en este acto de ilusionismo que los creadores todos, payasos de chistera, escenificamos en nuestro teatro particular. Nada se me antoja más irreverente  que el acto creativo, en cuya esencia, sigo pensando incontrolado, esta la reinvención del mundo y, en último término, ¡la negación absoluta y taxativa de Dios!

Cae el telón y vuelvo a la realidad del parque, alarmado por las consecuencias de mi acto, de mi  réprobo atrevimiento. El perrete, ahora malquistado, reclama con bufidos el banco del que ya me estoy levantando. Con mi defección vuelven los pajarillos a su vuelo incierto; un viento errático agita ramas y papeles por el suelo. De esta escena, sin orden ni concierto, huye su director entre las sombras.

En la puerta del apartamento, ahora vacío, reconozco mi derrota, la futilidad de un asalto a la vida nuevamente frustrado, sin otro logro que el halo de estas imágenes, que uno no sabe bien si emplazar en el recuerdo o en la ilusión del sueño, que bien podrían ser lo mismo.

viernes, 16 de diciembre de 2011

El dolor ha frenado mi carrera y me ha tumbado impotente en la hierba húmeda que rodea la pista. Paralizado, me abandono a la lluvia de este día gris y contemplo las nubes altaneras pasearse sobre mi rostro.

Por el rabillo del ojo veo acercarse dos siluetas familiares, una oronda, trastabillando la otra, Sancho y Quijote descabalgados: “Trece vueltas”, me espetan al unísono. “¿Cómo?, respondo desconcertado. “Hoy sólo trece vueltas, ¿la lluvia?”.










sábado, 10 de diciembre de 2011

Cierro contraventanas y corro cortinas para precipitar el final de una jornada que no llega nunca. Un pequeño transistor, que la asistenta ha olvidado encendido, vocea un listado interminable de desarreglos planetarios: a la alarmante falta de neurocirujanos parece sumarse la acumulación incontrolada de neumáticos, de caucho pestífero e irreductible; masas forestales de escala continental y antigüedad pleistocénica desparecen en un cruel segundo, arrastrando a tribus igualmente primigenias… El grifo, mal cerrado, mantiene un goteo airoso, ajeno en todo al apocalipsis radiofónico. No parece existir mas ley que la de la gravedad, continúa la radio, en la que Stephen Hawking, ha reconocido la causa en sí , la explicación absoluta de un universo infinito en el que, sin embargo, parece, ya no hay sitio para Dios.

El anuncio radiofónico de la ausencia de Dios y mi presencia sola en este universo descabezado me devuelven un aplomo que creía perdido con el que decido enfrentarme al folio en blanco que me espera en la mesilla. Voy a preparar mi embate a un dios inexistente, me digo, al que hurtaré el fuego con el que  alumbrar el pasillo de estos días que no acaban nunca.  Con firmes brochazos poblaré mis paredes de jardines imposibles y pajarillos cantarines; reescribiré la vida con el talento de un Miguel Ángel retrepado en su andamio sixtino, hasta someter el cielo a mis designios iluminados.

Acodado sobre el blanco de las hojas,  doy comienzo a mi escritura prometeica: con la autoridad de un soberano en su feudo, declaro prohibidas rocas y cadenas, desterradas todas las rapaces y proscritos los sabios; bienvenidos, por decreto, todos los necios de firmes piernas…

Al paso de los minutos, sin embargo, la lengua fuera y el pulso acelerado, comienzo a anticipar una nueva derrota. Releo mis notas erráticas con  creciente repulsión: el trazo de mi genio, con el que pretendía alumbrar un nuevo Edén, resulta un pobre trampantojo sin más perfume que
                                                                                   mi jadeo entrecortado y
                                                                                   sin otra música
                                                                                   que el eco
                                                                                   de mis trompicones
                                                                                   solitarios.

En el límite del desmayo y la rendición mas absoluta, con la silla como único apoyo de mi trastornado equilibrio, acuden a mi memoria el consuelo y compañía de estos versos:

My love looks fresh, and death to me suscribes
since, spite of him, I´ll live in this poor rhyme  
(Mi amor permanece invicto y derrotada la Muerte,
a cuyo pesar, en esta rima, vivo y me hago fuerte)

con los que Shakespeare puso una nota de aliento a esta danza insensata que es la vida.

Mecido en la cadencia del soneto salvador, aplazo, una vez más, mi combate con el folio y me arrastro a la cama, agotado el cuerpo por las mil batallas del día. Me envuelvo en las sabanas familiares, que nunca debí abandonar, y caigo en el pozo de un profundo sueño, interrumpido súbitamente por el campanilleo del cruel despertador que anuncia, intempestivo, el comienzo de un día nuevo, tal vez ya consumado.

lunes, 5 de diciembre de 2011


Me acodo en la ventana desvelado, atraído por los maullidos de un gato que huye en la noche, dibujando con su cola una interrogación. Una línea de luz divide en dos la calle y alumbra un teatro de farolas sin otro público que sus sombras. El escenario perfecto para un crimen que no cometeré, pienso para mí.

La nostalgia de todo lo que no ocurrirá se extiende con su familiar cosquilleo por mi cuerpo. Suspendido en la alfombra que salva mi caída, busco a tientas el apoyo del colchón. Soy mis silencios, me digo, tumbado ya,  aferradas las dos manos a las sábanas aún calientes, soy lo que ignoro y los lugares que no ocupo, soy mis recuerdos y todos los anhelos incumplidos, todo eso soy y nada. Somismo en esta pred algún salto quieto, algún cormodo en estatienta y a la vez…

Comienza, en el interior del armario, un ronroneo felino, convertido pronto en feroces arañazos que terminan por abatir el mueble. Con el estrépito de la caída recibo un empellón que me empuja fuera del sueño. Despierto sentado entre sábanas revueltas, agitado por la amenaza del licántropo doméstico y  el crepitar obstinado del despertador, que no cesa.



martes, 29 de noviembre de 2011



domingo, 20 de noviembre de 2011

 
De mis viajes a la ciudad de Manila hace unos años, ha quedado el recuerdo difuso de una escultura gigantesca del celebrado Silapulapu, repartida en piedra por distintos rincones de esa ciudad interminable, y que mostraba a una figura musculosa y granítica, convertida por el tiempo y el orgullo local en símbolo de identidad nacional. Del lado de los conquistadores, a juicio de Zweig, Elcano recibió una gloria inmerecida, no tanto por su previa condición de amotinado, como porque el honor debería haber recaído, sostiene, en el esclavo Enrique, traído por los portugueses desde las Islas de las Especias por la ruta oriental bajo su control, y que se habría incorporado a la expedición de Magallanes desde su inicio. El mencionado esclavo habría reconocido, para estupor de todos, la lengua de los indígenas filipinos a su legada a las islas, cerrando, así, el círculo de la primera persona que verdaderamente circunnavegó el globo.
                                                                                 
Un estúpido, y a la postre fatal, error de cálculo, añade el escritor vienés, explicaría, asimismo, el lance de costa que acabó con la vida del infortunado Magallanes, quien, junto con los soldados de su partida, no pudiendo fondear las barcas cerca de la playa, y alejados como estaban los indios del fuego de sus armas, optaría por deslizarse al agua con sus pesadas armaduras, exponiéndose ingenuamente a las flechas de los locales. En escaneado del grabado que ilustra la muerte de Magallanes –extraído de la Cosmographuie de Thevet de 1575- advierto un soldado, acaso el propio Magallanes, con la cabeza cruelmente asaeteada, el casco a un lado, y el mudo estupor, casi cómico, dibujado en un rostro de ojos abiertos desmedidamente al espectador.

En la base del guerrero indígena encontrado en google, esculpida en piedra, leo con sorpresa la fecha insigne de la muerte de Magallanes, 27-4-1527, que coincide, salvando siglos y primaveras, con la fecha de mi propio nacimiento. Lo que vendría a explicar, mal que bien, los vapores de conquista que ciegan en ocasiones mis sentidos, provocados, parece, por el polvillo estelar  que el capricho del cosmos habría depositado en mi espíritu inquieto y ofuscado, heredero interestelar del celebrado conquistador.
                                                                                  






lunes, 14 de noviembre de 2011




Corro diariamente, como queda dicho, en una pista deportiva elíptica, rodeada de un entorno de jardines igualmente geométrico, mantenido con celo por dos figuras cervantinas, un gordo y un cojo, a los que nunca he conseguido acercarme y de los que nunca, en todos estos años de gimnástica entrega, he obtenido un saludo o un gesto, ya no de complicidad, ni siquiera de reconocimiento. Con mi entrada atlética en el circuito repiten su ceremonia diaria: detienen su maquinaria en lo alto de la colina y vigilan mi carrera en un silencio suspicaz.

Corro en dirección contraria a las agujas del reloj, levogiro, como las espirales que dibujan todos los sumideros de Australia.; corro en el mismo sentido en el que corría Emilio Zatopek y todos lo atletas del Olimpo, faltaría más; corro contra el tiempo, robándole en cada vuelta, unos segundos a la eternidad.

Cumplida mi cita diaria con la pista y de regreso a mi domicilio, enjabonándome en el calor de una ducha bien ganada, observo el agua escapándose por el sumidero en una fuga hipnótica, obligada, ahora si, al  familiar giro horario. La imagen me devuelve a la idea del tiempo, ficción del hombre, leo estos días en Schopenhauer, en su estrategia para entender una realidad, de otro modo ininteligible; proyección de nuestra sesera primate, piendo para mi, que dibuja un mapa para repartir las contingencias de este mundo extraviado en un antes y  un después. Todo esto, sigo yo reflexionando entre vapores, para eludir la evidencia palmaria de que las conquistas napoleónicas y el vuelo efímero de una pompa de jabón , el big-bang y nuestras ilusiones todas de futuro; todo, como digo,  tiene el calibre de un instante, el parpadeo fugaz de un monicaco sideral, soñado, a su vez, por otro primate alucinado y con la testa igualmente circunvalada:

 “Enfriad el caldo con sangre de mico / y firme y seguro será nuestro hechizo”, gritan las brujas de Macbeth.

Con el tren de mis reflexiones descarrilado, cegado todavía por el jabón del baño, observo, con idéntico estupor primate, el culebreo de unos pelos que asoman por el desagüe; movido por la curiosidad, me agacho y tiro con todas mis fuerzas hasta encontrarme en la mano con la sorpresa de un gigantesco pelucón, al que siguen unas gruesas gafas de concha y la cara familiar de mi vecina que, tras un sonoro ruido de succión y superado el estrecho agujero, aparece en mi bañera, enfundada en su florido batín.

“Mella, Tiempo voraz, del león las garras. Mella, Tiempo voraz, del león las garras”,  repite, admonitoria, su nariz pegada a la mía.

Su imagen de desvanece en los vapores del baño junto con el eco shakesperiano, reducido ahora a un murmullo que devuelve mi propia almohada. Una penumbra lechosa cubre las paredes de lo que empiezo a adivinar como mi dormitorio. 

martes, 8 de noviembre de 2011

Despreciado su proyecto de circunnavegar el globo por Manuel el Portugués, Magallanes realizó su hazaña bajo pabellón español. Después de dos años interminables,  superada una revuelta de la tripulación en Puerto San Julián, que concluye con varios capitanes descuartizados - clavados sus trozos en picas-, encuentran el Estrecho de Magallanes y embocan el Océano Pacífico, que tardarán en surcar cien días. Llegan los expedicionarios a Filipinas víctimas del escorbuto, llagada la boca y desdentados, con todas las ratas del barco consumidas (cinco reales de oro la pieza) y agotado el cuero de las velas (que horneaban después de remojarlo en el mar). Con Magallanes muerto a manos del rey de Cebú, Silapulapu, Elcano protagoniza el último tramo de cinco meses continuados de navegación sin tocar puerto, a fin de evitar el apresamiento portugués. Culmina la gesta en cabo San Vicente donde, para desconcierto de Piagafetta, resulta ser jueves, cuando según el diario del cronista, mantenido con celo incansable durante los tres años de viaje,  debería ser miércoles. De este modo, “robándole un día a la eternidad” (sic), quedó demostrada la esfericidad de la tierra y que ésta no permanece suspendida e inmóvil en el espacio, sino que gira sobre su propio eje.

Concluyo el trepidante relato de Stephan Zweig y paso  a la consulta de un médico especialista que me atiende enfundado en su docto batín. Le reclamo, en los mejores términos pero sin pleitesías, un remedio para el dolor de espalda que me acompaña estas semanas, y que yo achaco a mis carreras matinales, a un mal gesto, un requiebro inconsciente que pueda estar repitiendo en mis ejercicios diarios y que no se ajuste a la geometría de mi cuerpo, en el que tenía hasta ahora plena confianza, en el límite, podría decirse, de la inmodestia.

En respuesta a mi demanda de una solución a los dolores, y no sin cierto despecho, pienso, debido a mi tono de exigencia, el doctor me prescribe una “prueba de pisada”, así dice, “prueba de pisada”. Desde su autoridad médica, y con un retinte vengativo, pone en cuestión, sin pudor alguno, el valor de mis pasos, que ahora deberé someter a la bendición, o humillante burla, de algún artefacto endemoniado manejado por otro medicastro que, salivando de placer, llenará de cruces funerarias las casillas de su test  científico e irrefutable.

Abandono aturdido la consulta. Enfundado Zweig en el bolsillo, salgo a la calle, a la luz del día, atento a la firmeza de mis zancadas, de la que ahora sospecho. Con cada paso evito una caída segura; con cada bocanada de aire, constato igualmente, distraigo el ahogo inevitable. Cada uno de mis gestos, de mis movimientos, descubro asombrado, negocian segundo a segundo, una moratoria que retrasa el desenlace fatal e inevitable. Mis piernas, podría jurarlo, están cada vez más arqueadas; aliado con la gravedad, el tiempo, que todo lo devora, me reclama para alimentar el polvo de este asfalto que piso con creciente inseguridad. Me veo más pronto que tarde culibajo y con las piernas combadas dramáticamente, arrastrando, como quién dice, el trasero por el suelo, sin otro consuelo que algunas monedillas arrojadas a mi paso por algún transeúnte conmovido. Aplazada, sin remedio, mi cita con la pista de atletismo, busco refugio inmediato en un bar donde poder tomarme un cafelillo con el que recuperar el tono y la energía menguantes, y frenar este delirio dickensiano.

domingo, 6 de noviembre de 2011


miércoles, 2 de noviembre de 2011