jueves, 25 de octubre de 2012


Conminado Moisés por la zarza ardiente a liberar al pueblo judío de la contumacia y opresión egipcias, le reclama éste al arbusto, juiciosamente, que se identifique: “Si ellos me preguntaren ¿cúal es su nombre?, ¿qué les respondere?” A lo que Dios contestó con un lacónico: “Yo soy el que soy”. De modo que, según el pasaje del Éxodo, pienso para mí, nuestro propio Dios bíblico recurrió a la palabra como fórmula de identificación personal, abriendo con ello las puertas a toda la cantinela alborotada y sordomuda con la que alimento este diario incauto, toda la avalancha verborreica y milenaria con la que el hombre ha ido ahogando de ruido al mundo, en la falsa ilusión de explicarse a sí mismo y de alumbrar a las estrellas todas .

Agotada la palabra, reducida a letra muerta y fósil, parece ahora llegado el turno de la imagen: el hombre, desatado, ha comenzado a reproducir la realidad con facsímiles visuales que pueblan a millones calles y redes internaúticas, con la misma esperanza obtusa y descerebrada de penetrar lo impenetrable. Crece, así, incontenible, el limo visual sobre el que la especie va desaguando sus ilusiones vanas. En el final de los tiempos, consumidos el recurso del fuego y la palabra, Moisés no tendrá más remedio que aceptar el espejismo del que nos hizo víctimas a todos. La zarza del fuego eterno dejó de arder y ninguna sentencia, ni máxima iluminadora, quebró el sabio silencio del desierto. Una mala tarde la tiene cualquiera. 

sábado, 20 de octubre de 2012
























lunes, 15 de octubre de 2012



En esta Tierra hendida
quedarán siempre niños
hurgándose las narices al sol.

Soñadores y extraviados
seguirán saltando sobre su sombra.

Y existe el amor feliz
(lo he conocido).

También hay tardes 
en las que cada objeto
encuentra su nombre,
y una brisa última y fugitiva
te regala una caricia.


martes, 9 de octubre de 2012


Corro bajo la atenta mirada del cancerbero barbado, encaramado en su promontorio como el capitán Ahab en la proa del Pequod. A la salida de la curva, recibo un empellón entre los omoplatos que me tumba sobre la pista. Bocabajo, sin apenas aliento, la mejilla pegada al piso, veo descender la colina, con agilidad inverosímil, al custodio de esta pista deportiva. En el frenesí de su carrera no hay rastro alguno de la habitual cojera. Se acerca ahora con pasos lentos, posa jactancioso su botón ortopédico en mi cara y aferra con su enorme manaza el asta del tridente, clavado a mi espalda con firmeza insólita. Me inquiere, melifluo, sobre la pertinencia de mis carreras diarias en su pista de atletismo, así dice, mi pista de atletismo. Yo intento responder con la mayor educación pero la falta de aire en mis pulmones ahoga todas las respuestas. Acuclillado sobre mi rostro, palmoteándome ahora la mejilla, el jardinero continúa su interrogatorio: me pregunta, no sin ironía, si, a mi juicio, podré caminar en un futuro sin dificultad, no debe ser fácil, añade, andar por ahí con la espalda atravesada por este “tenedor”. Mientras ríe su ocurrencia, yo procuro restar importancia a lo que estoy seguro, así le digo, estoy totalmente seguro, no ha sido otra cosa que un accidente. Consigo de algún modo apoyar el codo en el suelo y recuperar algo de aliento; en esta postura ridícula, de odalisca abatida, de sirenilla trinchada y expuesta al cielo, con el asta del gigantesco espetón descansando parcialmente en el pavimento, la charla cobra un giro más cordial. El jardinero, todavía en cuclillas, ha encendido un cigarrillo. Yo río sus comentarios y mantengo como puedo un aire de feliz casualidad, a pesar de mi espalda dolorosamente taladrada.

Caminamos ahora fuera del estadio, inclino el torso hacia adelante y me llevo las manos a los riñones, para compensar el peso del tridente que baila en mi espalda al compás de cada uno de mis pasos. Ahab ha recuperado la cojera, sobre cuyo fingimiento ya no tengo una conclusión clara. Tal vez, me digo, ha vuelto a cojear en atención a mi lamentable situación y en el calor de esta amistad, pienso para mí, que en el más breve tiempo parece estar sellándose de un modo indeleble, .

Bebemos ahora un par de cervezas sentados a una diminuta mesa. La pared a mi espalda empuja dolorosamente el espetón y me obliga a sorber inclinado sobre la jarra. Mi compañero saborea su bebida en la comodidad de su asiento, erguido el torso prominente,  una mano sobre la rodilla y la otra cubriendo la jarra de cerveza, que desparece en su enorme garra. Ha vuelto a escrutarme, glacial, inspeccionándome de arriba abajo como un cazador a su presa. En un oscuro rincón distingo a  la propietaria de la tabernucha que descansa, autoritaria, una mano sobre el mostrador y farfulla un palabreo ininteligible sin quitarme, igualmente, los ojos de encima. Ahab parece entenderle, asintiendo sarcástico a sus admoniciones secas con suaves golpes de  la barbilla. Su rostro abotargado y la barba amarillenta me producen una creciente repugnancia, que procuro disimular.

Empujado por el miedo y la  náusea, me deslizo con la mayor discreción a un ventanal abierto al vacío, incómodo por el ronroneo inarticulado de la tabernera, cuyo rostro velado por la sombra no consigo adivinar. El ballenero, inflados los párpados y la boca entreabierta, parece abandonado a un sueño injustificable, así le digo, encaramado ya en el vano del ventanal, “no encuentro justificación a su repentina inconsciencia, su desprecio -así le digo, desprecio, continúo  envalentonado- a mi persona, a una relación  en la que, personalmente, tenía depositadas muchas esperanzas. Y debo añadir, sin más demora que el lanzazo del que he sido objeto, y que he puesto todo mi empeño en ignorar, duele enormemente, ¡enormemente! –vuelvo a insistir-. Prefiero, por todo lo dicho, abandonar una situación en la que, con franqueza, no me encuentro nada a gusto”. Es entonces cuando concentro la mirada en el vacío a mis pies; el espetón cabecea en mi espalada, obligándome a un bailoteo ridículo de equilibrista timorato. Vencido finalmente por la gravedad me dejo caer en una extraña nube de luz blanca por la que nado ingrávido, braceando desconcertado en espera del fatal impacto, que no llega nunca.

Despierto bocabajo, mordisqueando las sábanas en un forcejeo insensato. Un mar de oscuridad impenetrable me rodea. En un rincón de la habitación me sorprende el balbuceo invisible y animal de la tabernera que desde el sueño ha cruzado, intrusa, el umbral de mi vigilia. Del sobresalto paso a la indignación, y de la indignación a una aguda punzada en la espalda que estrangula mi llanto de protesta y me descubre el tridente, todavía ensartado en la espalada y cuyo peso me vence de costado. Así, en posición fetal, con una mano aferrada al asta, y la cantinela cavernaria brotando de las sombras, me deslizo a la inconsciencia del sueño. Alguien comienza a golpear con insistencia la puerta del dormitorio…

jueves, 4 de octubre de 2012




domingo, 30 de septiembre de 2012


Corro estos días rodeado de los personajes que se han ido colando en el decurso de este diario fraudulento. Han vuelto a la pista Marco Aurelio y la cantinerita. Después de varias semanas de aguaceros bíblicos, la incombustible pareja de ancianos ha salido al sol como los caracoles. Despojado el primero de su cabalgadura (y  visiblemente mermado tras el lapso estival), se arrastra por el circuito con pasos lentos e inseguros, los codos abiertos y la zancada quebrada y temblequeante. Élla ha sustituido su baño solar por unos tímidos auriculares; ovilla las piernas sobre la hamaca sin rastro alguno del desparpajo juvenil que exhibía, provocadora, antes del verano.

Me invade un súbito sentimiento de protección, de demiurgo preocupado por sus criaturas. Esta  flaqueza paternal me decide a unas breves líneas en las que resuelvo devolver al ciclista su velocípedo perdido: rueda ahora nuestro héroe, furioso, luciendo un deslumbrante  traje de lycra amarilla ceñido a su atlética anatomía; su compañera aplaude con alegría el torbellino de cada uno de sus giros, exhibiendo la escultura de sus piernas con animadas volteretas; en lo alto de la colina han detenido su maquinaria los dos jardineros mientras asoma a su espalda el mismísimo coro de la Abadía de Westminster con el aderezo aullante de unas trompetas celestiales; la pareja  se desliza por la pendiente con ágiles y expertas piruetas de baile, acompañando esta escena, colorista y vivificante, con una animada coplilla -de inclasificable métrica- que compondremos para la ocasión:

Yo no maldigo mi suerte
Porque jardinero nací.
Aunque me ronde la muerte
No tengo miedo al morir.
No me da envidia el banquero
Que de orgullo me llena,
Ser el mejor jardinero
De toda Sierra Morena
De toda Sierra Morena


(coro)

Ya has visto, Tiempo,
Que no todo lo devoras,
Que bailarines y corredores
Pueden vencer  tus horas.

Y, si no, mira a nuestro ciclista,
Amarilla llama sobre la pista;
O a su bella compañera,
Con piernas de quinceañera.

O a nuestros dos agrimensores
Que, con voces de tenores,
Descienden por la colina
Dando cuerpo a esta rima


(jardineros, bis)

Yo no maldigo mi suerte
Porque jardinero nací…


Estalla la pompa de este musical alucinado y caleidoscópico, reventado por la realidad inclemente. Cae el telón de la vida sobre los actores de mi teatro olímpico. Vuelve, en la lejanía, el ronroneo  aletargante de las podadoras y, con él, el trastabilleo descompuesto del ciclista jubilado, despojado nuevamente de su bicicleta. La cantinerita, ensimismada, descuida la carrera de su pareja y regresa, melancólica, al abrazo de la tumbona.

lunes, 24 de septiembre de 2012



jueves, 20 de septiembre de 2012


Vuelta al ruedo tras el paréntesis estival. Sin rastro del orondo Sancho, vigila mi carrera en la pista, infatigable, el agrimensor cojitranco y quijotesco que luce esta temporada una barba espumosa de ballenero nórdico; atiende mi evolución desde lo alto de su colinilla, armado con un gigantesco tridente en cuyos dientes exhibe, amenazante, la hojarasca muerta de este otoño recién inaugurado, ensartada cruelmente en su arpón de jardinero.

martes, 18 de septiembre de 2012


Con cada palabra
una promesa;
en cada palabra,
escondida, una mentira.

Nadie es más sabio
que su propio silencio
y los pájaros
no vuelan  boca arriba.

jueves, 13 de septiembre de 2012


Viaje relámpago a Milán para fotografiar a un célebre músico con el que paseamos por el Duomo y alrededores. Trabajo con media docena de personas a mis espaldas que fotografían, a su vez, la sesión, y me enseñan, felicitándose, las imágenes del artista obtenidas en su móvil. Finalizado el trabajo, vapuleada mi autoría del peor modo, arrastro como puedo mi ego desquiciado por el empedrado de la ciudad. Voy en busca de la Piedad Rondanini, expuesta en el Castillo Sforzesco, y de la que ya dejé constancia en alguna parte de este diario extraviado mío. La talla, de planos secos y sin desbastar, informe y torturada, fue la última obra regurgitada por Miguel Ángel, autor de autores, a golpes de puño y cincel  en los días previos a su muerte, como testimonio, pienso para mí, de su enojo y rebeldía contra la insuficiencia del mundo. La escultura emerge en la sala por encima del grupo de visitantes que giran en torno a la pieza como autómatas aturdidos bajo una esfinge. María asoma sobre la espalda del nazareno, fundidos los miembros de las dos figuras en un abrazo delicuescente y trágico. Contemplo, absorto, esta escena de muda desdicha, con el disco de cabezas de turistas rotando en torno al totémico pedrusco como la pantomima de un lento desagüe de almas camino del Averno. Este pequeño carnaval batusi me lleva a pensar, no sin complacencia, que en el final de los tiempos, terminado el baile, a falta de un suelo que pisar y sin otro asidero para el hombre que el vapor de sus sueños incumplidos, quedará reverberando entre las estrellas, como un eco infinito, este lamento patético de nuestra presencia en el universo, esta herida inconsútil vomitada sobre el mármol, labrado a zarpazos y marcado con los arañazos enrabietados de nuestra indescifrable individualidad.  

viernes, 7 de septiembre de 2012



miércoles, 5 de septiembre de 2012


En unas hojas
que se llevó el viento
llevaba escrita,
podría jurarlo,
la explicación del mundo.

jueves, 30 de agosto de 2012


De regreso en U., apuramos los últimos calores del verano.

Comienza, al final del día, el lento espectáculo de la luna retrepando inmensa y redonda, arrogante casi, sobre el cielo aún azulado, cobrizo por momentos. Vuelve de nuevo esa sensación de intromisión en un teatro al que no hemos sido invitados. El arquitecto Oscar Niemeyer despreciaba el ángulo recto, como un artefacto del hombre que “hiere el espacio”, y explicaba su obra desde una declarada afinidad por la curva, que comparaba con las líneas de un río, el cuerpo de la mujer amada o la propia luna.

Así entendido, pienso para mí extraviado, transcurridos un par de eones (borrado, pues, el hombre de la faz de la Tierra), nuestro celebrado ángulo recto, sobre el que hemos edificado templos, iluminado manuscritos y ajustado  las pantallas de nuestros ordenadores, quedaría reducido  al soplo intruso y contraventor de nuestra existencia   parásita y obsoleta, como el casacajo fosilizado o la reseca piel de una cobayuela extinguida  en la arena hostil del planeta. Recibirá el mundo la visita de una nueva especie invasora, que descubrirá, escondido entre el polvo, el cartabón enterrado de nuestros sueños incumplidos, convertido en prueba y símbolo de la audacia suicida y prometeica de la cultura del hombre toda, de nuestro homérico desacato a todas las formas del mundo.

Pongo fin a mis filosofeos ofuscados y nos acomodamos en el exterior de la casa para atender debidamente el desfile lunar. Nuestra vecina asiste también a la función armada con unas gruesas gafas oscuras, despidiendo igualmente el día desde su trono. Bajo este mismo aspecto, de absurdo incógnito, sorprendí a R. esta mañana pelando, subrepticia, una pequeña montaña de cebollas en su cocina, como quien desmenuza un cadáver. Asegura que el artilugio, regalado por un nieto, amortigua su llanto en las tareas domésticas y que , en el atardecer, la protege de las acometidas de una lechuza asesina, de la que viene siendo víctima inocente, asegura, a la hora del crepúsculo. A decir de los locales, nos explica, el animal se ve atraído por el “brillo en los ojos” de los paseantes incautos cuando el día exprime sus últimos rayos de luz.

En la tradición del pensamiento occidental, sin embargo, la lechuza de Minerva emprende su vuelo en la penumbra para dar cuenta del mundo una vez consumada la jornada. El animal ilustra, de este modo, la vivencia como premisa ineludible del pensamiento (“Primum vivere, de inde philosophari”, primero vivir, después filosofar). Así explicado, la penumbra quedaría como el único escenario posible de conocimiento para el hombre, cegado tanto por la luz del día como por el colapso de las sombras en la noche.

Continúa, entretanto, en el cielo ya oscurecido, la ceremonia lunar, filtrada para nuestra vecina por su armadura 3D, y expuesta en toda su luz para nosotros, que asistimos estupefactos al lento girar del disco en el cielo, indefensos frente a la posible acometida de la fauna nocturna y homicida que nos rodea.

miércoles, 22 de agosto de 2012



lunes, 20 de agosto de 2012













































jueves, 16 de agosto de 2012


El pintor Antonio López me aconseja conservar mis fotografías enrolladas con una gomita roja. Comienza entonces una lluvia pesada de verano que interrumpe nuestra charla, yo cubro al maestro con mi gabardina, unimos nuestras manos libres e iniciamos, entregados, un tango solemne, el culo bajo y la mirada al frente.

Despierto del sueño al compás de las olas rompiendo en la playa. Es noche cerrada y no duermo sólo. En la rada, sobre las piedras, reposa desde ayer tarde el cadáver sin identificar de un turista fatalmente accidentado. A la espera del médico y del juez, Mussolini y su compañero anfibio pasan la larga noche velando el cuerpo. Por las contraventanas se cuela el bisbiseo de los gendarmes en su vigilia obligada. Hablarán, supongo, de la luna, o de un posible asalto a las islas vecinas, atentos con sus linternas a cualquier movimiento sospechoso en los alrededores.

domingo, 12 de agosto de 2012


La isla tiene por única autoridad a dos carabinieri, que recorren sus callejuelas refugiados del sol siciliano bajo el toldo, estrecho e insuficiente, de su cochecillo eléctrico. Posan para la cámara sudorosos, amortajados por la gruesa franela de su uniforme policial. Uno de ellos, calvo y dominante, coloca los brazos en jarras y encara el horizonte con aires de Mussolini, estatuario y feliz, me parece, por esta imagen que regala al mundo de autoritat espontanea, así me dice, autoritat espontanea. Su compañero, plegado a la furia autoritaria de su pareja, se refugia, más discreto, en un segundo plano: sobre su rostro estrecho y verdiblanco, ruedan gruesos goterones de sudor; unos pequeños y tímidos suspiros salen de su boca diminuta, los últimos estertores de un lenguado fuera del agua, pienso para mi.

martes, 7 de agosto de 2012


Paso los días alojado en una caseta al pie de una pequeña playa en Paranea, una islita vecina de Stromboli, milagrosamente liberada de la congestión turística que unos días atrás convertía la cala en un terrario intransitable. Con tres saltos me zambullo
en el mar de una
noche sin luna.
Buceo en este cielo
de agua negra.
Voy volando suspendido
en el océano infinito
de mis pensamientos,
secas de lágrimas mis mejillas,
los labios apretados
para no olvidar,
o para olvidar.
En mi aleteo
de silencio ciego
olvido cualquier razón
por la que respirar.
Abrazado a estas nubes
de sombra,
sé que no moriré nunca.

miércoles, 1 de agosto de 2012


Mecidos por las olas de la noche, contemplamos desde nuestra barquita los lametones de fuego del volcán Stromboli, que vomita cada diez minutos una llamarada de piedra roja y crepitante. Ruedan los pedruscos cloqueteando por la ladera hasta precipitarse en el mar con un susurro. 

Al amanecer nadamos a la costa; trepamos por la piedra negra de luz, batida sin descanso por el agua. Con nuestras manos y pies desnudos acariciamos los estratos de rebaba volcánica y uterina congelada en el tiempo y contemplamos los nudos de piedra informe, de una belleza abisal y cavernaria, que no debe nada a la mano fatal del hombre, a la triste caricia del animal-poeta que somos, pienso para mí,  que todo lo reordena y que todo lo anula.

Ayer noche, con el arco volcánico y anaranjado parpadeando en un cielo infinito de negrura, mientras el viento nocturno y ciego golpeaba el muro impenetrable del agua -sobre la que bailábamos indefensos en nuestra frágil barca-, me sobrevino la conciencia abrumadora de que el hombre no ha inventado el fuego. Huéspedes inoportunos de un teatro que no reclama nuestra atención, decidimos en los albores del cosmos, domesticar el fuego y activar esta danza insensata del tiempo y de la historia, de la soledad del hombre, de sus tropiezos de bestia enjaulada y ciega. Con nuestros artefactos creativos volvemos la mirada a nuestra inocencia primigenia, culpables de un delito para el que no encontramos indulto. “En el corazón de la forma se encuentra una tristeza, una huella de la pérdida. La talla es la muerte de la piedra”, escribe George Steiner.

En las cenizas del Stromboli, por cierto, Ingrid Bergman perdió toda ilusión de escapar a la celda de un matrimonio indeseado. De la película homónima, recuerdo vagamente a la actriz perdida entre vapores ígneos, desorientada en una noche de lava y ceniza, despertando a la luz de una mañana que condenaba toda esperanza de huida. “Somos reducidos a cenizas, sea cual sea el peso de nuestras esperanzas o la dignidad de nuestro dolor” (Steiner, de nuevo). Somos reducidos a cenizas.

lunes, 23 de julio de 2012


miércoles, 18 de julio de 2012


lunes, 16 de julio de 2012

Enfrascado en el singular cuaderno de campo del Doctor Líbido (supongo), dejo pasar las horas de la tarde sobre las páginas inclasificables del pariente de mi vecina, pobladas de manchurrones ilegibles y comentarios encriptados por la mella del tiempo: palabras momificadas, cuyo significado el paso de los años ha sepultado bajo una losa impenetrable de pergamino ambarino y polvo. Entre las hojas de este diario aparece una fotografía de su supuesto autor: una figura de aire mundano, tocada con pajarita, las cejas arqueadas en un gesto de aceptación, linfático casi, a no ser por la leve inclinación del torso hacia la cámara, señal de una cierta determinación de carácter, pienso para mí; un joven Rubén Darío, médico de profesión, pero aquejado de poesía y vapores de fortuna, resuelto al éxito en su aventura indiana.

Extraviado durante horas en la hipnótica lectura de estas notas sin rumbo, me decido a transcribir, una vez más, un fragmento de estas líneas, en las que asoma de cuando en cuando, parece, el ambulatorio paseo de su sensible autor por nuestra geografía hace unas décadas, sesteando ocasionalmente a la sombra protectora de un árbol, o despierto a los más vivos detalles del campo que le rodea, dejándose llevar, incluso, en algún que otro pasaje, por un cierto tono, permítaseme la expresión, de encendidos tintes lúbricos:            

…Y timbla la pasarala cuando azoro al borde de las cosas, y timblan tanvién los paramíos. En lumbre estan las motas todillas apechadas en varios morros. Sigo sin ser la cava, pero no desvío un solo guante por las formas ni vayaserque. También timblan, al calor del ciento, las marrascuelas y los rubrillos. En las colas atentan suaves copas con sus ladrillos y yo me aviento solo en tumba, dijando lo más tibio en fuera de la cazuelita. Ya soga al viento por la venillas y saltan sastres a la deriva, y baten los corrales en sombra en cada cabina. Yo mopongo con todo lo mío y sajo los cierres en el vientito, maduro los ojos empretados consoplo. Al sonidillo me embrago todo y escroto las hojillas con silicio, encaro micara lacaricia y, ablandado, mexpongo sin estribos a las copas y avacantos deste pino…

…Y a latarda, ¡quien dijera!, los mosos encubren las espitas; amallan los tíos y amallan las aspuelas. Alpairo, todo se miente y se rocía: venados y concilios, arpuelas y estampillas; las gomas y cerillas, a docenas, discuten entretiempos a la encina. Fraguan las saladas, y se embaten en cestos cortaplumas o abogados, cogidos ondos de la mano. Ya no hielan linces en las cuestas ni se encindan trapos con los osos, pero, en la verdurilla toda, arriman a tiempo gravas y excrementos, alindando sin amianto cuevitas y otros ellos. Y así pasa al viento la tarde, con los corderos sepultando cubas  y aguzando montes, en tanto loros y autovistas se envenan a la marcha sin prisas y mucha lumbre.

Más caras son las cosas embrutadas al aire y sin costura. También sucintan sustos los codos de las cojas y los mapas de las laderas cuando escaldan afintadas las horas mustias del centrodía. Yo pienso que no compongo al compás de mi madera, pero arrumbo en el nidito todas las cosas buenas y asalto con la cintura el colmo de mis paseos que vienen, alopienso, grapados con las bandejas. Y ahora me dojo yovar por el cielo y las rosquillitas, emprendido para arriba sin el freno de la vida…

Cojo la pluma en secanta, volteando en mis dedos toda,  rubrico mi vergüencita y me compro una escarola. Con el monte desmeyado, con los bolos aturdidos, acatan por la mirilla los pecardos enfadados. Morisas apeladas bailotean a mi vecina y el humillo de la fragata ya renuncia a lo del día. Voy poscando pocoapoco decidido a la sartén, y enfrascado en este luto mencamino con desdén…

viernes, 13 de julio de 2012

Arrinconado en mi propia casa por una patrulla de reporteros embrutecidos. Martilleándome las sienes con su micrófono, la periodista  pregunta por las claves de la fotogenia, así dice, claves-de-la-fotogenia. Una revista de la máxima importancia y del mayor prestigio, me explica, ha consagrado a Elisabeth Taylor como la actriz más fotogénica de la historia. Su noticiero reclama, insiste la reportera, el labio entreabierto y fruncido el ceño, una aclaración sobre el secreto de la fotogenia.

Cegado por la luz de la cámara, pongo los cinco  sentidos en salir airoso de esta encerrona mediática. Evitar por todos los medios, me digo, mi proyección al mundo en la forma de un busto oracular, segado el cuerpo por la pantalla, iluminando al público con falsas máximas de una estupidez en el límite, podría decirse, de la abyección. Mi torpe alocución queda finalmente reducida a una secuencia de balbuceos timoratos, propios de un fotógrafo aquejado de alguna congestión cerebral, pensará el público inclemente, psíquicamente disminuido -añado para mí-.

Tras el frustrado asalto, vuelven los periodistas a su vehículo con idéntica urgencia a la que llegaron, irritados por mi colapso verbal, mordisqueando cada uno con enojo su teléfono móvil. Arrancan su vehículo con un chirrido de neumáticos, ciegos al saludo de R. desde su huerta. La vecina esconde en su media sonrisa todas las respuestas que yo no he sabido dar. El azul del cielo brilla en su mirada de actriz de la Metro;  bailotea en su frente el flequillo, negro y rebelde; a su espalda, el tintineo del hielo anuncia los primeros whiskies de una velada tempestuosa: Richard Burton, podría jurarlo, la reclama desde las sombras.

lunes, 9 de julio de 2012


Del cuaderno de campo del Doctor Líbido (supongo):

Es tiempo de garcelas: en las majillas se entraman bolardas y espigones. Al final del día, los palillos cubren el cielo con sus cantuelos. Sombras y aljabillas siembran de estornudos las cañadas, y en los bochos de las encinas, el cabretillo relame los afueros estirando su manteca. Habrá que esperar el entretiempo, me digo, cuando las pateras tiñen con su estío albores y carreteras. Entonces, y sólo entonces, de las cimbras y de todas las talayas, surge intempestivo el arrochal, abrazando el campo con su sequío y desviando al fondo, con bravura, el esquema de las cosas y de las carteras. Bienvenidos entonces los kimonos, bienvenidos el arrochal y las entrameras con sus granos asomando encendidos

El cielo se cubre entiempos de espolvillas, y monjas cuelgan sonrisas de las ramas con el reyuelo ciscando en su caída. En el horizonte oservo muchas ganas; alguna cuchara estafa en el albor y las granas todas ensueñan con colores y alabardas asembrando hasta el final del día las rejas del paramento y las enfiladas, que entre caños deslucen su agüita al despiste de las ramas.

En esta época las lechuzas enlatadas apestan a montones. Se desvían y cubren con su ajuero en chimeneas y ladrillos, prontas a solar con su vuelo entre el ganado de cada amercado.

Anoto con arrobo esta anota y destruyo sin piedad las colinas y los amedos que rodean con solío mi soledad sola.



miércoles, 4 de julio de 2012

En el coche camino de U. Apenas incorporados a la autopista, N. suelta su primer dardo de impaciencia: “¿Cuánto falta?”. Manipula un enorme reloj anaranjado enredado a su pequeña muñeca como la fatal serpiente al Árbol de la Ciencia. Voy explicando al retrovisor el significado de la media esfera que nos queda por recorrer, la aguja larga que, señalando al doce, coincidirá con nuestra llegada dentro de media hora, así le digo, media hora. A mi iluminación pedagógica sigue un minuto de silencio inquietante. Asoma, entonces, sobre mi hombro, la esfera horaria con el doce alanceado con inmediatez absurda y la sentencia de N., sin resto alguno de ironía: “Pues ya debemos de estar llegando”.

Luce el sol en U. La sombrilla de helados ha recuperado la vertical y cobija en su sombra a nuestra vecina, gendarme infatigable del barrio. R. tiene hoy el pelo recogido en rulos de colores y  cubierto por una redecilla verde que le confiere un aspecto de rapero de Baltimore. Vigila el entorno desde su trono sedente, como un mandatario sumerio, las dos manos sobre el regazo y la mirada atenta a los contados movimientos en el barrio. Los Testigos de Jehová han vuelto, subrepticios, al ataque: pellizcada en la cancela, encuentro una revistilla de proclamas bíblicas, ilustrada con imágenes de dioses barbados asomando entre nubes imposibles; otras páginas muestran estllidos nucleares y soldados  gritando con el rostro desencajado; aparecen, igualmente, familias sentadas en el calor del hogar, el blanco almidonado de sus camisas refulgiendo en cada viñeta y una sonrisa de maniquí cruzada en cada uno de sus rostros plastificados, coronados por una rubia mata de pelo de geometría perfecta e inverosímil. Miro por encima del hombro, atento a cualquier movimiento en los alrededores, alarmado por la posible  presencia de un enemigo al que creía derrotado. R., Gudea de Lagash, mantiene su gesto mayestático y petrificado bajo su sombrilla, tan sólo sus ojillos resabiados, dirigen el azul de su rayo en mi dirección. Si la piedra hablara…  


lunes, 2 de julio de 2012


Transcribo a continuación un extracto del cuaderno de campo del Doctor Líbido (supongo):

Suenan las avezuchas en el trino de los albores, a las matajuelas se enjambran colores y enramadas. En esta época, la luz saltiera y emboza sus validos con suaves arrobes. No todas las casmadas, me digo, disfrutan con igual del tiento. En los caminos de otros las colinas amechan en distintas direcciones, con el fruto de sus mantillas arrumbando distintas caras. ¡Qué solito el tiempo de las cardillas! Cuando a los felones y espantos que amantan la tierra se prestan con valía luchos y otros pescones. Me detiengo en este priaje para almiar todo el viento de las pasarelas y tener en un mendigo la pereza de los bosques y de las maracas...

miércoles, 27 de junio de 2012

Limpio la lechuga emocionado, deshojándola en el fregadero con entusiasmo creciente; acaricio la carne de sus hojas incrédulo, palpando el verde músculo de esta planta semisalvaje, modelada al viento sin dueño de los campos y montes de los alrededores -y de los doctos cuidados de nuestra vecina-. Dice Montaigne del buen lenguaje que debe ser “sencillo y natural, igual sobre el papel que en la boca; suculento y nervioso, corto y apretado, no tanto delicado y pulido como vehemente y brusco....alejado de toda afectación, desordenado, deshilvanado y atrevido; que cada trozo tenga su cuerpo..”. Y añade a su comentario un epitafio de Fabricio dedicado al poeta Lucano: “Porque al fin no hay estilo mejor que el que conmueve”.

He decidido hacer de esta hortaliza mi santo y seña literarios. Con está simbólica dieta, y alguna lectura ocasional de Baroja, espero vacunar  mis devaneos de escritorzuelo advenedizo frente a todas miasmas y todas las tentaciones retóricas que acechan con sus cantos de sirena  en el blanco asesino y leviatánico de cada hoja por escribir.

lunes, 25 de junio de 2012

Asoma R. en el portón de la cocina exhibiendo, triunfal, una lechuga de tamaño pleistocénico. Nuestra vecina aparece en ocasiones  de este modo, como un súcubo rural con la víctima descabezada al brazo, surgiendo sin previo aviso de la niebla baja que acompaña el final de estos días en U. R. es dueña del caserío colindante al nuestro, en cuya fachada principal luce una pequeña huerta que las lluvias de estas semanas han convertido en una selva impenetrable. Una sombrilla de helados Frigo, inútil en este verano de frío siberiano, aparece rendida con melancolía al abrazo de las judías incontroladas. En el interior del caserón R. conserva un pequeño museo alimentado con antiguos aperos de campo, fotografías familiares y algún que otro cachibache indescifrable. En la ilusión de ir robándole al tiempo estos pequeños fragmentos de la historia del lugar, nuestra vecina ha ido conservando en un pequeño arcón el tesoro escrito de los suyos. Buceando en la hojarasca apergaminada de postales, testamentos y escrituras, encuentro un extraño cuaderno, apenas legible, selladas sus páginas por la humedad, y en cuya cubierta aparece, borroso, el nombre del supuesto autor, que el destinte del tiempo ha convertido en “Doctor Líbido”, o algo así. Leo por encima la caligrafía densa y apenas legible de este cuaderno desmochado, y concluyo que se tratan de unas notas de campo, devaneos de algún pariente lejano de R. que el capricho del tiempo ha puesto en mis manos y a los que volveré con la atención que merecen en estos próximos días.
 

jueves, 21 de junio de 2012


miércoles, 20 de junio de 2012


martes, 19 de junio de 2012



miércoles, 13 de junio de 2012


domingo, 10 de junio de 2012

No hay espacio
para girarse
sólo quedan
las ganas de morder
o de escribir
este
poema
sin
flor.


miércoles, 6 de junio de 2012

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- L3, L4 -anuncia el médico triunfal.
- ¡Hundido! -quiero responder desde la camilla, mudo por el dolor de sus pulgares clavados en mis riñones. 

La molestia volvió hace unas semanas, más punzante que nunca. Ayer noche desperté con el trasero entumecido, incapaz de salvar los tres pasos que me separaban del baño. Tampoco ayudó mi desvelo internáutico y la inmersión a deshoras en la Wikipedia, donde, sensible como estoy a la cuestión de la gravedad, en la descripción del espinazo humano, leí con horror lo siguiente: “la tercera vértebra lumbar cobra mayor importancia por ser el pivote osteopático de la movilidad lumbar, el centro de gravedad de todo el cuerpo (¡!)”.

Pero el ensañamiento del medicastro embrutecido no ha terminado con su torpe manoseo:

- Su relato contiene enormes dosis de subjetividad -ha añadido, dosis de subjetividad, así me ha dicho.

Despojada mi aflicción de toda épica, digiero, humillado, la cruel sentencia en el aparcamiento del hospital, mis dos manos aferradas al volante, lívidos de rabia contenida los nudillos y la mirada perdida en el horizonte. Vuelvo a la realidad con el gemido del parabrisas cabeceando inútil sobre la luna seca de mi vehículo y el rápido taconeo de una mujer, que acelera el paso alejándose de este escenario, a todas luces homicida.
              

sábado, 2 de junio de 2012

“Singularidades”. La palabra se repite, burlona, a lo largo de varias páginas de mi libreta. Los astrofísicos aluden con este término a los agujeros negros, leo en mis notas, puntos de oscuridad impenetrable, suspendidos en el espacio y a los que no puede aplicarse ninguna de las leyes columbradas por el hombre hasta la fecha: “…esquinas oscuras y recovecos que se prestan para cualquier actividad inapropiada. Los villanos podrían tener en ellos oportunidad de falsificar moneda, preñar a las monjas y canalladas semejantes…”, clamaba con desprecio Miguel Ángel contra los planos de Sangallo el Jóven, ideados para la Iglesia de San Pedro y que, parece, dibujaban con torpeza excesivos puntos ciegos en la futura edificación. 

Las estrellas muertas –origen, a decir de los estudiosos, de los agujeros negros- son descritas como devoradoras de masa insaciables cuya densidad infinita no admite juicio alguno y en las que no impera más ley que la de una gravedad primigenia y desatada que acabará chupándolo todo. El total de la masa universal reconcentrada en la paradoja de un centro inextenso donde vacío e infinito serán indistinguibles. Todo esto me trae a la memoria la críptica sentencia de Miyamoto Musashi, samurai invicto –ahí es nada- y autor en el S.XVI de El libro de los cinco anillos, manual fundacional del bushido que recoge, entre otras, la siguiente iluminación:  “…el significado de vacío consiste en que existe el reino en que nada existe, o no puede ser conocido, o se ve como vacío.”

Sigo, así, divagando, salvando del viento estas palabras que transcribo en mi cuadernillo, pequeñas pompas burbujeantes, huyendo en su ascensión de este útero primigenio de gravedad al que estamos todos condenados a volver. Construyo a empellones este falso diario verdadero por el que mi ego alterado deambula como el fiel reflejo de una sombra: leal y suspicaz a un tiempo; atento a todos y cada uno de mis movimientos; vigilante incansable, inalterado, insomne, insolente, sobre todo, insolente. Quién se habrá pensado que es. Quién me habré pensado que soy, quién me habré pensado que soy…