viernes, 13 de julio de 2012

Arrinconado en mi propia casa por una patrulla de reporteros embrutecidos. Martilleándome las sienes con su micrófono, la periodista  pregunta por las claves de la fotogenia, así dice, claves-de-la-fotogenia. Una revista de la máxima importancia y del mayor prestigio, me explica, ha consagrado a Elisabeth Taylor como la actriz más fotogénica de la historia. Su noticiero reclama, insiste la reportera, el labio entreabierto y fruncido el ceño, una aclaración sobre el secreto de la fotogenia.

Cegado por la luz de la cámara, pongo los cinco  sentidos en salir airoso de esta encerrona mediática. Evitar por todos los medios, me digo, mi proyección al mundo en la forma de un busto oracular, segado el cuerpo por la pantalla, iluminando al público con falsas máximas de una estupidez en el límite, podría decirse, de la abyección. Mi torpe alocución queda finalmente reducida a una secuencia de balbuceos timoratos, propios de un fotógrafo aquejado de alguna congestión cerebral, pensará el público inclemente, psíquicamente disminuido -añado para mí-.

Tras el frustrado asalto, vuelven los periodistas a su vehículo con idéntica urgencia a la que llegaron, irritados por mi colapso verbal, mordisqueando cada uno con enojo su teléfono móvil. Arrancan su vehículo con un chirrido de neumáticos, ciegos al saludo de R. desde su huerta. La vecina esconde en su media sonrisa todas las respuestas que yo no he sabido dar. El azul del cielo brilla en su mirada de actriz de la Metro;  bailotea en su frente el flequillo, negro y rebelde; a su espalda, el tintineo del hielo anuncia los primeros whiskies de una velada tempestuosa: Richard Burton, podría jurarlo, la reclama desde las sombras.

lunes, 9 de julio de 2012


Del cuaderno de campo del Doctor Líbido (supongo):

Es tiempo de garcelas: en las majillas se entraman bolardas y espigones. Al final del día, los palillos cubren el cielo con sus cantuelos. Sombras y aljabillas siembran de estornudos las cañadas, y en los bochos de las encinas, el cabretillo relame los afueros estirando su manteca. Habrá que esperar el entretiempo, me digo, cuando las pateras tiñen con su estío albores y carreteras. Entonces, y sólo entonces, de las cimbras y de todas las talayas, surge intempestivo el arrochal, abrazando el campo con su sequío y desviando al fondo, con bravura, el esquema de las cosas y de las carteras. Bienvenidos entonces los kimonos, bienvenidos el arrochal y las entrameras con sus granos asomando encendidos

El cielo se cubre entiempos de espolvillas, y monjas cuelgan sonrisas de las ramas con el reyuelo ciscando en su caída. En el horizonte oservo muchas ganas; alguna cuchara estafa en el albor y las granas todas ensueñan con colores y alabardas asembrando hasta el final del día las rejas del paramento y las enfiladas, que entre caños deslucen su agüita al despiste de las ramas.

En esta época las lechuzas enlatadas apestan a montones. Se desvían y cubren con su ajuero en chimeneas y ladrillos, prontas a solar con su vuelo entre el ganado de cada amercado.

Anoto con arrobo esta anota y destruyo sin piedad las colinas y los amedos que rodean con solío mi soledad sola.



miércoles, 4 de julio de 2012

En el coche camino de U. Apenas incorporados a la autopista, N. suelta su primer dardo de impaciencia: “¿Cuánto falta?”. Manipula un enorme reloj anaranjado enredado a su pequeña muñeca como la fatal serpiente al Árbol de la Ciencia. Voy explicando al retrovisor el significado de la media esfera que nos queda por recorrer, la aguja larga que, señalando al doce, coincidirá con nuestra llegada dentro de media hora, así le digo, media hora. A mi iluminación pedagógica sigue un minuto de silencio inquietante. Asoma, entonces, sobre mi hombro, la esfera horaria con el doce alanceado con inmediatez absurda y la sentencia de N., sin resto alguno de ironía: “Pues ya debemos de estar llegando”.

Luce el sol en U. La sombrilla de helados ha recuperado la vertical y cobija en su sombra a nuestra vecina, gendarme infatigable del barrio. R. tiene hoy el pelo recogido en rulos de colores y  cubierto por una redecilla verde que le confiere un aspecto de rapero de Baltimore. Vigila el entorno desde su trono sedente, como un mandatario sumerio, las dos manos sobre el regazo y la mirada atenta a los contados movimientos en el barrio. Los Testigos de Jehová han vuelto, subrepticios, al ataque: pellizcada en la cancela, encuentro una revistilla de proclamas bíblicas, ilustrada con imágenes de dioses barbados asomando entre nubes imposibles; otras páginas muestran estllidos nucleares y soldados  gritando con el rostro desencajado; aparecen, igualmente, familias sentadas en el calor del hogar, el blanco almidonado de sus camisas refulgiendo en cada viñeta y una sonrisa de maniquí cruzada en cada uno de sus rostros plastificados, coronados por una rubia mata de pelo de geometría perfecta e inverosímil. Miro por encima del hombro, atento a cualquier movimiento en los alrededores, alarmado por la posible  presencia de un enemigo al que creía derrotado. R., Gudea de Lagash, mantiene su gesto mayestático y petrificado bajo su sombrilla, tan sólo sus ojillos resabiados, dirigen el azul de su rayo en mi dirección. Si la piedra hablara…  


lunes, 2 de julio de 2012


Transcribo a continuación un extracto del cuaderno de campo del Doctor Líbido (supongo):

Suenan las avezuchas en el trino de los albores, a las matajuelas se enjambran colores y enramadas. En esta época, la luz saltiera y emboza sus validos con suaves arrobes. No todas las casmadas, me digo, disfrutan con igual del tiento. En los caminos de otros las colinas amechan en distintas direcciones, con el fruto de sus mantillas arrumbando distintas caras. ¡Qué solito el tiempo de las cardillas! Cuando a los felones y espantos que amantan la tierra se prestan con valía luchos y otros pescones. Me detiengo en este priaje para almiar todo el viento de las pasarelas y tener en un mendigo la pereza de los bosques y de las maracas...

miércoles, 27 de junio de 2012

Limpio la lechuga emocionado, deshojándola en el fregadero con entusiasmo creciente; acaricio la carne de sus hojas incrédulo, palpando el verde músculo de esta planta semisalvaje, modelada al viento sin dueño de los campos y montes de los alrededores -y de los doctos cuidados de nuestra vecina-. Dice Montaigne del buen lenguaje que debe ser “sencillo y natural, igual sobre el papel que en la boca; suculento y nervioso, corto y apretado, no tanto delicado y pulido como vehemente y brusco....alejado de toda afectación, desordenado, deshilvanado y atrevido; que cada trozo tenga su cuerpo..”. Y añade a su comentario un epitafio de Fabricio dedicado al poeta Lucano: “Porque al fin no hay estilo mejor que el que conmueve”.

He decidido hacer de esta hortaliza mi santo y seña literarios. Con está simbólica dieta, y alguna lectura ocasional de Baroja, espero vacunar  mis devaneos de escritorzuelo advenedizo frente a todas miasmas y todas las tentaciones retóricas que acechan con sus cantos de sirena  en el blanco asesino y leviatánico de cada hoja por escribir.

lunes, 25 de junio de 2012

Asoma R. en el portón de la cocina exhibiendo, triunfal, una lechuga de tamaño pleistocénico. Nuestra vecina aparece en ocasiones  de este modo, como un súcubo rural con la víctima descabezada al brazo, surgiendo sin previo aviso de la niebla baja que acompaña el final de estos días en U. R. es dueña del caserío colindante al nuestro, en cuya fachada principal luce una pequeña huerta que las lluvias de estas semanas han convertido en una selva impenetrable. Una sombrilla de helados Frigo, inútil en este verano de frío siberiano, aparece rendida con melancolía al abrazo de las judías incontroladas. En el interior del caserón R. conserva un pequeño museo alimentado con antiguos aperos de campo, fotografías familiares y algún que otro cachibache indescifrable. En la ilusión de ir robándole al tiempo estos pequeños fragmentos de la historia del lugar, nuestra vecina ha ido conservando en un pequeño arcón el tesoro escrito de los suyos. Buceando en la hojarasca apergaminada de postales, testamentos y escrituras, encuentro un extraño cuaderno, apenas legible, selladas sus páginas por la humedad, y en cuya cubierta aparece, borroso, el nombre del supuesto autor, que el destinte del tiempo ha convertido en “Doctor Líbido”, o algo así. Leo por encima la caligrafía densa y apenas legible de este cuaderno desmochado, y concluyo que se tratan de unas notas de campo, devaneos de algún pariente lejano de R. que el capricho del tiempo ha puesto en mis manos y a los que volveré con la atención que merecen en estos próximos días.
 

jueves, 21 de junio de 2012


miércoles, 20 de junio de 2012


martes, 19 de junio de 2012



miércoles, 13 de junio de 2012


domingo, 10 de junio de 2012

No hay espacio
para girarse
sólo quedan
las ganas de morder
o de escribir
este
poema
sin
flor.


miércoles, 6 de junio de 2012

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- L3, L4 -anuncia el médico triunfal.
- ¡Hundido! -quiero responder desde la camilla, mudo por el dolor de sus pulgares clavados en mis riñones. 

La molestia volvió hace unas semanas, más punzante que nunca. Ayer noche desperté con el trasero entumecido, incapaz de salvar los tres pasos que me separaban del baño. Tampoco ayudó mi desvelo internáutico y la inmersión a deshoras en la Wikipedia, donde, sensible como estoy a la cuestión de la gravedad, en la descripción del espinazo humano, leí con horror lo siguiente: “la tercera vértebra lumbar cobra mayor importancia por ser el pivote osteopático de la movilidad lumbar, el centro de gravedad de todo el cuerpo (¡!)”.

Pero el ensañamiento del medicastro embrutecido no ha terminado con su torpe manoseo:

- Su relato contiene enormes dosis de subjetividad -ha añadido, dosis de subjetividad, así me ha dicho.

Despojada mi aflicción de toda épica, digiero, humillado, la cruel sentencia en el aparcamiento del hospital, mis dos manos aferradas al volante, lívidos de rabia contenida los nudillos y la mirada perdida en el horizonte. Vuelvo a la realidad con el gemido del parabrisas cabeceando inútil sobre la luna seca de mi vehículo y el rápido taconeo de una mujer, que acelera el paso alejándose de este escenario, a todas luces homicida.
              

sábado, 2 de junio de 2012

“Singularidades”. La palabra se repite, burlona, a lo largo de varias páginas de mi libreta. Los astrofísicos aluden con este término a los agujeros negros, leo en mis notas, puntos de oscuridad impenetrable, suspendidos en el espacio y a los que no puede aplicarse ninguna de las leyes columbradas por el hombre hasta la fecha: “…esquinas oscuras y recovecos que se prestan para cualquier actividad inapropiada. Los villanos podrían tener en ellos oportunidad de falsificar moneda, preñar a las monjas y canalladas semejantes…”, clamaba con desprecio Miguel Ángel contra los planos de Sangallo el Jóven, ideados para la Iglesia de San Pedro y que, parece, dibujaban con torpeza excesivos puntos ciegos en la futura edificación. 

Las estrellas muertas –origen, a decir de los estudiosos, de los agujeros negros- son descritas como devoradoras de masa insaciables cuya densidad infinita no admite juicio alguno y en las que no impera más ley que la de una gravedad primigenia y desatada que acabará chupándolo todo. El total de la masa universal reconcentrada en la paradoja de un centro inextenso donde vacío e infinito serán indistinguibles. Todo esto me trae a la memoria la críptica sentencia de Miyamoto Musashi, samurai invicto –ahí es nada- y autor en el S.XVI de El libro de los cinco anillos, manual fundacional del bushido que recoge, entre otras, la siguiente iluminación:  “…el significado de vacío consiste en que existe el reino en que nada existe, o no puede ser conocido, o se ve como vacío.”

Sigo, así, divagando, salvando del viento estas palabras que transcribo en mi cuadernillo, pequeñas pompas burbujeantes, huyendo en su ascensión de este útero primigenio de gravedad al que estamos todos condenados a volver. Construyo a empellones este falso diario verdadero por el que mi ego alterado deambula como el fiel reflejo de una sombra: leal y suspicaz a un tiempo; atento a todos y cada uno de mis movimientos; vigilante incansable, inalterado, insomne, insolente, sobre todo, insolente. Quién se habrá pensado que es. Quién me habré pensado que soy, quién me habré pensado que soy…



jueves, 31 de mayo de 2012

Llego al célebre museo braceando entre un océano de asiáticos que fotografían con desenfreno al perro gigante, apostado en la entrada como un Godzilla de piedra al que la primavera hubiera cubierto de flores estridentes. Entre las cabezas distingo la gorra verde que F. me anunció al teléfono como seña de reconocimiento.

F. acaba de regresar de la selva amazónica, donde ha empleado varios meses en grabar el sonido “acusmático” de las bestias en la noche de la jungla. En el entorno selvático, me explica, el espacio se mide por el eco de los sonidos: una negrura de invisibilidad donde cada gesto animal esta orientado a la supervivencia o a la eliminación del individuo.

El fonógrafo -como se describe a sí mismo- lleva tres décadas recogiendo sonidos por todo el planeta utilizando el mundo como instrumento, así me dice, “mundo como instrumento”. En su proceso de reformulación de la realidad tangible, F. reivindica el derecho a una subjetividad que, a su juicio, la fotografía ganó para su causa hace ya siglo y medio. Me explica que en las audiciones de sus piezas –el sonido del viento entre los sauces de un bosque canadiense, el metal crepitando en un desmantelamiento industrial, el cruzamiento de las focas monje en Gibraltar o el deshielo de un río en Mongolia- el público persigue y reclama una fidelidad con la realidad que nunca ha sido su propósito. “Es como estar allí, me dicen”, añade con gesto irritado.

En las palabras de F. reconozco buena parte de mi propio debate: fotógrafo y fonógrafo compartimos, al fin y al cabo, la casi totalidad de nuestra genética lingüística. Ambos desarrollamos nuestro trabajo desde un fundamento de “percepción” sobre “el mundo como instrumento”, en oposición a la “invención” que habilita el lienzo en blanco o  la partitura en espera de sus notas. Hurtamos a la realidad sus destellos de luz y sus murmullos de silencio, y los devolvemos en la forma de imágenes alucinadas y de grabaciones imposibles.

Hemos dejados atrás el bullicio de los turistas nipones y caminamos por las calles de la ciudad, escoltados desde los escaparates por nuestro reflejos saltarines. Este carácter especular de nuestro trabajo como reflejo del mundo, pienso para mí al tiempo que escucho a F., es el que está en el origen del terrible equívoco por el que se asocia  (¡tremendo lío!) objetividad con sinceridad y subjetividad con impostura. Cuando lo cierto es que ya está todo dicho, y poco más se puede añadir; si acaso dar cuenta, sin muchas alharacas, de nuestras propias coordenadas vitales, nuestra propia singularidad; el punto que somos en este espacio infinito y que nadie más ocupa: atomillos de individualidad correteando por este tablero de reglas imprecisas.

Me despido de F. y camino de regreso al coche divagando, la escolta reducida a mi solitario reflejo en los ventanales de la ciudad. Sobre mi cabeza el paisaje de piedra de los edificios recorta con sus ángulos y siluetas un cielo que se apaga. Bajan los comercios sus persianas y cruza la gente los semáforos en un trotecillo impaciente, de final de jornada. Detengo el paso frente a  mi doble, congelado ahora sobre un escaparate de sanitarios, que la luz del final del día empieza a diluir. En la novela Open City, Teju Cole, enfrentado a su reflejo en un recuerdo de infancia, escribe: “To be alive, it seemed to me, as I stood there in all kinds of sorrow, was to be both original and reflection, and to be death was to be split off, to be reflection alone”. Pienso en estas palabras y pienso en la naturaleza de mis fotografías pintadas con la luz de tantas ausencias, pequeños certificados de ignorancia y defunción, aspavientos que reclaman la atención a los demás sobre mi singularidad impenetrable y que juegan a la explicación imposible de la singularidad de los demás.

martes, 29 de mayo de 2012




jueves, 24 de mayo de 2012

“De acuerdo con el texto bíblico del Génesis”, leo en la Wikipedia –la Biblia intenáutica de nuestra modernidad descabezada-, “Adán y Eva cedieron a la tentación de la serpiente y descubrieron, comiendo del árbol, su desnudez.”. Parece que, como queda dicho, a consecuencia  de la violación del mandato divino, la incauta pareja provocó su expulsión del Paraíso, perdiendo el atributo de la inmortalidad y la exención de todo sufrimiento, y arrastrando en su tropiezo a todos los hombres. Siglos después, el concilio tridentino fijaría la doctrina del pecado original, en virtud de la cual “la condición de naturaleza caída (natura lapsa) se transmite a cada uno de los nacidos tras la expulsión del Edén”.

Así explicado, la contravención de nuestros padres bíblicos arrostraría la muerte (“volverás a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás”) y el estigma del tiempo, sellado éste último al hombre como una mácula  indeleble en su fracaso frente a la eternidad. “¿Quien podrá jamás ahuyentar al Tiempo?”, se pregunta Paul Morand en sus mencionadas memorias, evocando los frescos de un palacio veneciano que mostraban al Pegaso ahuyentando a Cronos.

La pareja expulsada, que para el imaginario occidental -esto es, la Wikipedia- ha quedado condensada en la célebre pintura de Masaccio,  produce una decidida simpatía: el pintor describió con trazos de lacerante patetismo a la humillada Eva, cubriéndose el pecho desnudo con torpeza, y a su compañero Adán,  encogido el estómago al golpe del castigo celestial.  Llama la atención la temprana y ultraintuitiva demonización de la gravedad por parte de la Iglesia, que avistó pronto a un enemigo elevado hoy al rango de causa única por la ciencia moderna. La caída y el descenso, entendidos, de este modo, por la Santa Madre Iglesia, como el peor ultraje imaginable, en oposición al carácter redentor y glorificante de toda ascensión, que encuentra su máxima expresión en la elevación a los cielos de “nuestro señor” Jesucristo, señalando el camino a la Humanidad toda en la futura recuperación del Reino perdido de Dios, nuestro Reino perdido. 

 



martes, 22 de mayo de 2012








viernes, 18 de mayo de 2012



jueves, 17 de mayo de 2012






martes, 15 de mayo de 2012

Cortas vacaciones en U. M. planta setos en la linde del terreno como quien acumula sacos terreros en defensa de nuestro pequeño paraíso. El caserón está suspendido en un lugar impreciso entre el cielo y la tierra, con noches en las que la luz de tantas estrellas “hiere la mirada” y una luna esférica e hinchada ilumina un silencio primigenio, de caverna cuaternaria, interrumpido a veces por el campaneo del ganado invisible, emboscado en la penumbra de los pastos y de las colinas que rodean la finca. La imagen me recuerda unas líneas, leídas estos días en Venecias, memorables memorias de Paul Morand, que describen a Lord Byron bañándose desnudo en los canales venecianos –custodiada la ropa en la góndola por su mayordomo-, manteniendo el puro en la boca “para no perder de vista las estrellas”.
 
Se acercan a la cancela dos hombres trajeados -extraviados camino de una boda, pienso para mí-. Se presentan como padre e hijo, y dicen ser testigos de Jehová. Comienza entonces una larga perorata de admoniciones bíblicas sobre el fuego de este planeta descalabrado y a las puertas del infierno. El padre, de nombre Jesús, la cartera pellizcada en el sobaco, lee de una pequeña Biblia manoseada sus predicciones apocalípticas; declama flanqueado por su hijo, adolescente granujiento -pajillero contumaz, vuelvo a pensar para mi-, con un cuello de pollo bailando en su traje prestado y la mirada rendida al suelo, asintiendo con disciplina suicida todas las iluminaciones de su preceptor. De nuestra más que merecida expulsión del Paraíso, me explican, vinieron estos lodos de incivilidad y sufrimiento que asolan al hombre en la tierra. Miro con desconcierto las laderas que nos rodean, amarillas con la luz del final del día, miro el baile de las nubes sobre nuestras cabezas, los almendros con el blanco de sus flores reventando al calor de la primavera; observo, igualmente, la brisa sin dueño que se cuela traviesa entre las hojas del manual de revelaciones de este visitante inesperado, y me pregunto, les pregunto, si todo esto que nos rodea se parece en algo a las llamas del infierno. Confieso a la pareja mi escasa simpatía por un Dios vengativo y mis dudas sobre la pertinencia de la expulsión del Edén de Adán y Eva.

El predicador ha enviado a su hijo de regreso al coche con un gesto protector; le sigue él mismo a unos pasos, retirándose de espaldas como un cowboy  acorralado, perdida la sonrisa inicial y con un brillo acerado en la mirada. Promete futuras visitas para continuar nuestra charla profunda e interesante, así dice, “profunda e interesante”. Oliendo mi victoria, y protegido cobardemente tras la valla, continúo soltando al viento mis dudas sobre la justicia divina, mi suspicacia ante el retorcido diseño de esa tentación en la forma de una manzana que pide a gritos un mordisco…

Han pasado los minutos y continúo acodado en la verja, la mirada perdida en la carretera ahora vacía. Baja por el camino P., martilleando el suelo con su cayado y conduciendo entre silbidos su rebaño de ovejas como un Moisés dividiendo las aguas. El pavimento desaparece bajo el mar de cabezas bovinas, que recuerda a una soldadesca en el regreso de la batalla: cierran el grupo los animales heridos, rezagados y trastabillantes, siguiendo esforzadamente a sus congéneres. Me invade un instante de tibia satisfacción en el que de buen grado prendería un habano con la complacencia del general Patton tras liberar Palermo; o la expectación, valga el símil, de Lord Byron en uno de sus mencionados baños nocturnos, a la espera de una noche cargada de lucientes estrellas.



miércoles, 9 de mayo de 2012

- Todo en este mundo viene a tener una explicación.

M. pasa los días detrás un ventanal abierto a la calle, repartiendo la mirada entre su trabajo de costura y los transeúntes que desfilan por su mirador. Ávida de conversación, detiene a mi llegada su Singer pleistocénica y me escruta tras unas gruesas lentes. El sol de la tarde invade con su luz el estrecho espacio de trabajo; una fotografía en la pared, ahora dorada, muestra a una joven M. sonriendo a la cámara en la misma mesilla desde la que, en este momento, con gesto calculado, me alcanza las prendas  ya arregladas, preparadas en un paquete cuyo extremo se niega a soltar.

Forcejeamos como Napoleón y Pío VII en pugna por la corona imperial; en este breve intervalo, hurtado al tiempo por la vil artimaña, la costurera me resume su sesión televisiva de ayer tarde: los negros tienen el pelo prieto y rizoso, así dice, “prieto y rizoso”, me explica, porque, de otro modo, “el sol del África”, pudo ver en el documental, les quemaría la cabeza. Dicho de otro modo, continúa satisfecha, todo en este mundo viene a tener una explicación.

Con jactancia papal, la anciana suelta, ahora sí, el bulto en disputa. Me retiro empujando la puerta con el hombro, aferrado al pecho mi botín y balbuceando torpes palabras de agradecimiento. A mi espalda, M. despide a su cliente con la sonrisa de un caimán disecado en su urna, agitando la manita con falsa inocencia.

Ya en la calle, el asfalto multiplica en todas direcciones un sol bajo que ciega la vista. Busco a trompicones el refugio de la sombra con el apremio de un roedor  regresando a la madriguera, caminando con los titubeos de un funámbulo sobre este hilo de Ariadna, esta línea de penumbra que dibujan los edificios a espaldas del sol inclemente y asesino, que no distingue razas ni continentes.

En un viaje a la capital hace unos días, ayudaba a cruzar un semáforo interminable a JB bajo el puño metálico de esta misma luz hirviente. JB había repasado esa mañana, con cariño fugaz, mis últimos poemas y, sacando el estilete de su pluma, había sellado con una cruz funeraria casi todos los adjetivos. JB padece una distrofia crónica y degenerativa, una fatiga impuesta por los cielos que se va enseñoreando de todo su cuerpo y le expone continuamente a la amenaza de una caída inoportuna. Asistiríamos, esa misma tarde, a la representación del rey Roger de Warlikowsky, mi bautismo operístico, que atendí con la expectación de un neófito y toda la simpatía hacía el atribulado monarca “herido por la luz de las estrellas”.

Deambulo por callejuelas estrechas con mi hatillo en los brazos y sin otra guía que la de mis pasos erráticos. De nuestro encuentro esos días, sigo pensando, me quedó el regalo de la palabra anfibología y una prevención incómoda a los adjetivos que me acompaña en cada uno de mis requiebros versificadores Al final, me digo, no hay más compañía que esta duda en la que levitamos todos los Rogeres de la tierra, pequeños monarcas de un feudo inventado, disputando sobre rojos y bermellones, cuando no hay más cuestión que la del ser o no ser. Lo dijo el poeta, y lo recordó JB sabiamente en nuestra pasada charla.

En la etimología de la palabra rostro, por cierto, -algo relacionado con el mascarón de proa de un barco, creo recordar-, JB alumbró una cuestión de fondo que tiene que ver con la difícil concurrencia de mis retratos y este imaginario reciente, de descenso e introspección, que he titulado pomposamente “Todas las cosas del mundo”, y con el que llevo braceando al viento durante un tiempo.
 

domingo, 6 de mayo de 2012

Con el contoneo del vehículo comienza un baile moroso de neuronas y pensamientos. Pienso en el chófer de este autobús en el que viajo, recibiendo a los pasajeros en la puerta como un mandatario en su palacio, anunciando la duración del viaje, hora y media, mientras se acomodaba los testículos con un gesto primate. Pienso también en mi lectura de ayer noche, en esa poetisa que llora lágrimas de enojo sobre sus zapatos desteñidos de princesa incaica. También pienso en la más que probable inexistencia de dios, pero sé que existen niños, que son la luz del mundo.

Voy levitando sobre este asfalto de autovía con los matojos huyendo sobre mi hombro como animales espantados; un chispazo de sol alumbra el reflejo de mi cara en el cristal, congelada ahora sobre la carrera loca del guardarraíl y de la tierra seca, que va aquietándose en la distancia.

Y continúo pensando: pienso, por ejemplo, con cierta inquietud, que no soy el relato de nadie y que no sé si preferiría sacrificar mis futuros devaneos al imperio de las nubes; fiar mi ruta a las estrellas, mis desvíos todos a la lujuria de los astros;
hollar la tierra
en cada paso
por prescripción divina,
sin titubeos,
al cobijo de una partitura planetaria,
en el refugio de un cielo inmóvil
que nos protegiera a todos
de  la cruel imprevisión del cosmos.

Continúa entretanto mi viaje en esta calesa con ruedas, conducida por un descerebrado que escucha la novela radiofónica en todo su volumen. Me acuerdo de un personaje de Galdós, Moreno, que prefería el viaje en tren porque el ruido de la locomotora ahogaba el de su corazón : “Algo aquí…No es nada. Nervios quizá- explicaba señalándose el pecho-" . "Lo que más me molesta es el ruido de la circulación de la sangre. Por eso me gusta tanto viajar…con el ruido del tren no oigo el mío”.

miércoles, 2 de mayo de 2012


(Receta para la felicidad)

Saludar una mañana a Mondigliani,
bañar a los caballos
en el mar,
despertarse en el silencio de un abrazo,
sonriendo a
todas las cosas del mundo
con la boca cosida de alegría.

Alargar los pasos más que nunca,
el viento
jugando entre las piernas,
el suelo libre de puñales,
nadie gritando al caminar.

lunes, 30 de abril de 2012

Durante mi  inspección nocturna y extraviada la pasada noche, encontré, igualmente, fragmentos de piedra inacabada que se repartían por todo el imaginario escultórico de Miguel Ángel: a los pies de El Esclavo Moribundo, destinado en origen a la tumba inconclusa de Julio II, asomaba la figurita informe y difusa de un mono asustado; animal asociado en el Quinientos, parece, al principio estético de imitación de la naturaleza: ars simia naturae (el arte como simio de la naturaleza), que el autor habría incluido con sarcasmo irreverente.

Así, en una época anterior a la quiebra de su autoconfianza, el escultor dedicó a Vittoria Collona un soneto temerario, en el límite de la arrogancia pura, en el que puede leerse: …La causa al efecto cede y se inclina/ por lo que el arte vence a la natura./ Bien lo sé, en hermosa escultura compruebo/ que muerte y tiempo no dan fe en la obra….  Miguel Ángel se expresaba aquí, pienso para mí, con la furia y el desacato de un Prometeo desencadenado y fáustico. El padre del manierismo imponía “su manera” de hacer las cosas. Agotadas las fórmulas de transcripción al arte de los codiciados universales neoplátónicos, el artista-individuo abandona la tarea de mensajero de los astros, planta cara a los dioses y asume, con todas sus consecuencias, el papel de autor, en la presunción suicida y descabellada de alumbrar al mundo, con su genio individual, artefactos inmunes a las dentelladas del tiempo.


Esta disgresión mía, pseudoacadémica y atolondrada, me trae al magín la Teoría de los Maniquíes del insigne comerciante Jacob, inmortalizado por su hijo, el dibujante y escritor polaco Bruno Schulz, en el laberinto literario de sus memorias maestras. Defendía el cabalista Jacob, con audacia miguelangesca, que “la creación es privilegio de todos los espíritus”, en oposición a la idea de un Demiurgo, creador del universo, que mantuviera el monopolio de la creación. Atrapado en las redes del mesmerismo, el soñador Jacob se entrega, rodeado de los fluidos mefíticos de su cuartucho, a investigaciones sin nombre,       en el convencimiento de poder crear, dominada la materia, una generatio aequivoca, una pléyade de seres fermentados en los vapores de sus fantasías extraviadas y de su laboratorio diabólico; surgirá, así, un segundo hombre “a imagen de un maniquí”, fantasea Jacob, un homúnculo infrahumano, ¡un Golem!

Pronto se enfrentará Jacob al fracaso de su rebelión creadora. Apenas si logra multiplicar alguna que otra de sus palomas con un exiguo gesto malabar, que acompaña de su varita de prestidigitador neófito; ya columbra el visionario la derrota inexorable de sus ingenuos sortilegios, la conclusión devastadora de que es la materia la que se sirve del hombre para sus fines y no al revés: “No era el hombre quien irrumpía en el laboratorio de la Naturaleza, sino la Naturaleza misma quien le succionaba en sus maquinaciones” evoca Bruno Schulz.  Y continúa el escritor recordando a su padre, rendido a la impenetrabilidad del mundo, deambulando por la casa al grito de “¡La materia!”, humillada la mirada y resoplando sin descanso: “La materia señores míos…”; denunciando con sus gritos la cruel estafa universal, la presunción absurda y descerebrada del individuo creador en su intento obtuso de someter a las fuerzas ocultas de la naturaleza: …”Principium individuationis, decía, tonterías, -escribe Schulz de su progenitor-- y con ello expresaba su infinito desprecio por el principio humano de la creación”.

domingo, 22 de abril de 2012


Despierto en la noche para respirar, dando bocanadas como un pez fuera del agua.  Una negrura plana me rodea e impide la vuelta al sueño. En mi cabeza, el eco insistente de un poema:  Amo el sueño y más el ser de piedra/ mientras el daño y la vergüenza duren/ no ver y no sentir me es de gran ventura/ mas no me despertéis, ay, hablad bajo. Con estas palabras, Miguel Ángel defendía su representación escultórica de La Noche de las acometidas laudatorias del poeta Strozzi, que invitaba al espectador a despertar a la piedra, tal era su vivacidad (…si no lo crees, despiértala; ella habla).

Trasteando insomne en google, encuentro la fotografía de la célebre capilla Medicea, esculpida por al artista en honor de Juliano y Lorenzo de Medici. Los duques aparecen sedentes y coronando, cada uno, un triángulo escultórico en cuya base se alinean, emparejadas, las cuatro alegorías del tiempo –La Noche, El Día,  El Crepúsculo y La Aurora –. Estas figuras desnudas representarían, así,  la fugacidad y consunción del ciclo temporal, codificado en los estados del sueño y la vigilia, el dormirse y el despertarse, sometidos, ahora, a la fuerza imperecedera del mármol.


La referida escultura de La Noche, un desnudo femenino con la característica androginia de las tallas de Miguel Ángel, comparte tumba con un hercúleo Día, cuyo rostro sin perfilar quedó inconcluso como consecuencia del asalto papal a Florencia en 1530 que, parece, obligó al genio a abandonar la obra en atención a la defensa de su ciudad. Este semblante de El Día, fantasmagórico, sin desbastar, girado sobre el hombro como un mochuelo desorientado, habría quedado para la historia, divago, como una metáfora impremeditada de la derrota de la piedra frente al tiempo. El propio artista, en sus últimos años, cedería a las dudas sobre la pervivencia de su obra y fama, cuya finitud empezó a temer como una “segunda muerte”: …Los amorosos pensamientos, alegres y vanos/ ¿qué harán si a dos muertes me aproximo?/ De una estoy cierto, la otra me amenaza…, confesaba en otro soneto.

Acerco mi cara al ordenador, con el rostro de El Día  aumentado en photoshop:  un disco de piedra informe que ilumina mi propia cara desde la pantalla: dos mochuelos enfrentados en espera del sueño. Sobre nuestras cabezas, la noche sin fin asoma por el tragaluz del estudio, el tercer vértice que cierra este triángulo noctámbulo, en cuya base tecleo a los astros todas mis preguntas sin respuesta. Continúo  mi curioseo internaútico y extraviado: a la escultura de El Día sucede la de El Crepúsculo,  otro desnudo masculino, con el rostro igualmente fragmentario e indefinido; cierra el cuarteto La Aurora, “figura femenina desnuda, capaz de provocar el estado melancólico…”, describía con entusiasmo fogoso Vasari.

Han pasado las horas y por el ventanuco del techo asoma ya la primera luz del día -mi particular Aurora- anunciando el final de una nueva noche sin sueño.  Está escrito que en el amanecer de cada jornada no se anuncia sólo ese día, sino todo el futuro del mundo; gira, de este modo, sin descanso, la rueda del tiempo: el final se desdobla en inicio y de la oscuridad surge el destello de un surco intransitado a la espera de nuevas huellas.

Me asomo a la terraza, rodeado de un mar de tejados y antenas que cimbrean al soplo de la brisa mañanera. Desde las estrellas ahora apagadas, imagino a un monicaco sideral encimando su telescopio, estudiando nuestro planeta y rascándose la nuca a perpetuidad, confundido por la imagen aparecida en su diana óptica, en la que un mochuelo terrícola de aspecto lamentable, envuelto en un pijama arrugado que pide a gritos un planchado, sostiene en la mano un café humeante y sonríe absurdamente al cielo desde su balconada.

miércoles, 18 de abril de 2012

Veo mis fotografías ovillarse con el paso del tiempo en una negrura que crece y rueda hacia lo oscuro. Delante de esta mirada, lo desconocido siempre, escondiendo insectos que nunca verán la luz, ni sentirán una caricia. Como si el silencio quisiera alcanzar la oscuridad y el hombre retrasara continuamente este plan solar con sus fervorcillos poéticos, sus dentelladas al hueso inextinguible de la vida,
velando con palabras el cadáver
de los largos día infinitos,
ametrallando el mar,
sin nadie ya que le proteja
del fuego y de los tigres.

A la espera del Tiempo sin sombras,
del Tiempo del silencio del silencio.

¿Quién cubrirá entonces con su manto
los hombros del Vacío sin lágrimas?
¿Quién hollará la tierra en su caída?

Pasará entretanto el instante
de las sombras y de las risas,
de los bailes y de los lamentos,
y entre el polvo de todo nuestro ayer
brotarán mudos los almendros
sin nadie ya para contemplar sus flores.

lunes, 16 de abril de 2012


sábado, 14 de abril de 2012


viernes, 13 de abril de 2012




























jueves, 12 de abril de 2012


lunes, 9 de abril de 2012

La velocidad aumenta sin control en cada vuelta. Corro hundido hasta la cintura en mi propio surco. Sobre una reducida grada metálica, un grupo entusiasta jalea en cada giro mi loca espantada: reconozco a mi vecina por su batín floreado, animando mi carrera con una escoba que sacude fogosamente al cielo; puedo ver también al jactancioso Marco Aurelio, que ha sustituido su gorra de yate por una reluciente corona y un bastón de mando, acompañado de su inseparable Julieta, la cantinerita, que a su bañador primaveral ha añadido un pompón rosado, y que aplaude con fiebre adolescente; en un anacoreta desarrapado, y descalzo de un pie, creo adivinar a Empédocles; a su lado, igualmente erguido y mordiendo una manzana, está el pensionista abúlico, prestando una atención inusual a mi carrera. A los pies del marcador que remata las gradas, Sancho y Quijote, los agrimensores cervantinos, mudan con vértigo alocado los dígitos que señalan mis incontables vueltas. El metal del graderío vibra con el fervor del grupo, sobre el que destaca Bob Esponja, saltando incontrolado, los ojos fuera de las órbitas.  Schopenhauer, inconfundible, una ceja en alto, asiste con escepticismo a mi inmersión planetaria, alejado unos metros del grupo y sujetando incómodo a su perro, que ha unido sus ladridos al aplauso de las gradas.

La tierra me llega ya a los hombros; en escasos segundos pierdo de vista al grupo y me abandono al  loco empuje de mis zancadas, atornillando con mi embestida el suelo impenetrable. Algo encontraré en el descenso –pienso para mi-: saurios pleistocénicos, la zapatilla chamuscada de Empédocles, el centro mismo del mundo o mi propia imagen bailando al fuego, tanto da. Y como el Mombray de Shakespeare, grito al cielo que se extingue sobre mi cabeza:

Atrás dejo entonces el sol de mi tierra: viviré en las sombras de la noche eterna.
 

miércoles, 4 de abril de 2012


En brudano con Giordeto dando tumbos y quemando con tronquetes flambeados yatusando, ya los dados por los siclos de los siclos atarazan los mapas de las lunas contra la foguera. Y a todo yo diría por la Quinta Esención: ¡Ajá! Mostráis la arrogancia destas nubes y empleáis vuestro destino; no tenéis reparos en la frenta de todos los rubores, y ensalzáis la espalda con placencia.  En este tiempos menazo y hago desta la cuestión: ¡Qué otros avengan en suave curva y enclaven con valor el oprobio de estas libras! Ya nos tiempo, lo digo, de los ojos de los onvres. El cielo admira las montañas lavadas al mercado, y circunda con sus cifras las sesioines ordinarias. Mi brazo sujeta losojos y las montañas; mi frente alucha todas las rapiñas; mi pecho, desgastado por el siglo, retuerce a las ardillas en los coches… Siempre quedarán en las neveras la esperanza y rojos botes…, De juntas las estrellas, yo mantengo a la ligera, por la venia di muchas sombras ¡Y yal calor mecrea pena! Pero nosboscéis niensistéis, ya mi brazo entorcido en toda justa quimera, que será será, guatebra wilbil. Enfinito cabral mundo por los camellos ya losojales; enfinito sertirán los sitios respirales, y enfinitos tengo por siacaban las bombillas. Sigo entonces empensando entreropas yagustito y cantando, y saltando con la mirada quieta y entre los cientos de líos no hay latón suficiente para tantos gritos y paradas. Espero bien questeemos en la luna quemando mapas que yastán secos por lastación y espérate o no a octubre y a la primavera toda y you must believe in spring, you must tirrín en fin, Para qué servirán las onvreras guardadas todas en los armarios con las casadas con las moscas quietas en los bañetes cayados con las nubes prietas que una vez pasaron pronto contento contanto tomate silencio…

Un túnel de sombra que al abrir los párpados no se desvanece; los brazos en cruz sobre el colchón: un ecce homo noctámbulo, enredado entre sábanas de Ikea, en espera del lanzazo final…