miércoles, 14 de marzo de 2012

 
Extranjero en esta ciudad del interior, a la que acudo para impartir una conferencia y entregar al público mis iluminaciones de oráculo fotografiante. Entre los asistentes, un jubilado; el gabán y el periódico pulcramente doblados sobre el regazo, que utiliza como apoyo para una libretilla en la que anota con entusiasmo todos y cada uno de mis comentarios. Me pregunta con insistencia policial sobre la afinidad de mi fotografía por el blanco y negro, sobre el  modelo de mi cámara, sobre la razón de mis yerros técnicos (la abundancia de imágenes trepidadas o desenfocadas), etc. Avanzada la charla descubro, estupefacto, a mi interrogador entregado con distracción voluptuosa a la lectura de la prensa deportiva, que ha desplegado en medio del auditorio en todo su velamen. Reprimo un ardor asesino que me sube por la garganta; congelo un salto de bestia herida sobre el incauto espectador al que, pelota a pelota, obligaría con alegría vengativa, a tragarse cada una de las páginas coloreadas de su periódico infame.

De regreso al hotel me pierdo entre callejuelass estrechas, rebuscando mi sombra por el suelo. En cada cristalera asoma un rostro amenazante, de mirada oblicua, en demanda, presumo yo, de una explicación que, podría jurarlo, no debo a nadie. Crece mi sensación de ahogo y la espalda se agarrota en espera de un empellón traidor a la vuelta de cada esquina. Queda anulado cualquier intento de divagación; incluso, porqué no decirlo, cualquier intento de conciliación con ese entorno hostil, amenazante en grado máximo, que me devuelve, sin yo desearlo, al ensimismamiento y al refugio de mi propia compañía.

En el interior de mi habitación -la 212-, giro por dos veces la llave de la puerta:  “Muro contra muro”, escribió el poeta.

 

viernes, 9 de marzo de 2012


miércoles, 7 de marzo de 2012


domingo, 4 de marzo de 2012

 
“Dios”.

En este poemilla, telegráfico y multifuncional,  que regalo al mundo, están contenidos todos los posibles usos del Verbo. Sirve como lamento o como expresión de la más insuperable alegría; ilustra desconcierto, pesar, abulia o sorpresa; para los metafísicos, incluso, puede ser expresión de la causa última: no en vano, en la secular batalla frente a los nominalistas, el realista Duns Scoto, el “doctor sutil”, irlandés y franciscano, postulaba que la sola enunciación de Dios era prueba de su existencia. Esta máxima escolástica, expresada en su momento con arrobo científico, alcanza hoy –sin pretenderlo su dueño- un desconcertante vuelo poético. “Dios”, en este destello verbal y, en esencia, prometeico, aparecen resumidos todos los asaltos fracasados al muro impenetrable de la existencia.

Sobre las veleidades prometeicas del ejercicio artístico, otro ilustre irlandés, Samuel Beckett, se muestra lapidario: “Pues entre mí y ese miserable” –en alusión al pobre Prometeo- “que se burló de los dioses, inventó el fuego, desnaturalizó la arcilla, domesticó al caballo, en una palabra condenó a la humanidad, espero que no haya nada en común”. Con estas palabras, el escritor irlandés pone tierra de por medio, y se aleja de la presunción clásica, hoy obsoleta, del artista omnisciente y omnipotente.

Admitido que la palabra sea poco más que su propio eco (el flatus voci, el soplo en la boca, medieval), quedaría tan sólo el recurso del silencio, arruinado con salvaje persistencia por nuestra cháchara primate. En este uso enfermizo de la palabra, sin embargo, los más recalcitrantes escépticos, por más distancia que tomen de Prometeo, delatan el anhelo eternamente incumplido de alumbrar la maraña existencial con la lógica del Verbo, y la continua derrota del hombre en este juego de dioses al que, parece, no hemos sido invitados. Parafraseando a Octavio Paz, somos poco más que la purita sombra que arrojan nuestras palabras. Aunque no es menos cierto que en este  fracaso continuado, revive indeleble la esperanza (ingenua) de alumbrar, con la llama poética hurtada a los dioses, esta penumbra sideral en la que levitamos todos sin rumbo alguno.


miércoles, 29 de febrero de 2012

 
Detengo mi carrera para aliviar con urgencia la vejiga. El viento me obliga a orinar encarando la caseta de los guardas, cuyo tejado asoma por encima del circuito deportivo a un centenar de metros. Agacho la cabeza para no ser visto, culpable de abandonarme a  la micción en medio  de este césped peinado con mimo japonés por mis carceleros. Sobre la línea de asfalto, asoma la testa familiar, redonda y alopécica, de Sancho, seguida de unos ojillos que con mirada heladora asisten en silencio, segundo a segundo, a mi desahogo. Así, con la minga en la mano, mantengo la compostura con la escasa dignidad que la situación permite. Sacudiéndome con civismo las últimas gotillas, veo retirarse la cabezota inspectora, como un guiñol furtivo. Hay silencios que matan, silencios verdaderamente asesinos, pienso para mí, mientras vuelvo, humillado, a la seguridad de la pista.



sábado, 25 de febrero de 2012



Mañanas de paseos en la playa. Nubes plomizas trazadas a brochazos se arrastran lentas en un cielo de barro y grisura, con las gaviotas cruzando el arco de su vuelo sobre la línea del mar, y la arena húmeda dibujando en cada huella mis pisadas. “No era la primera ocasión en que buscaba a Albertine, la muchacha vista por primera vez delante del mar”, evoca Proust en sus paseos por Balbec.

Sin sombra de Albertine, atiendo, entre gañidos, el arrogante vuelo de estas aves marinas, con mis pies hundiéndose lentamente en la arena. De la superficie marina, aquietada por el peso de este día gris, emerge un Helioconte de torso desnudo y poderoso, acompañado por un perro pastor, inexplicablemente seco. En el aire familiar de esta figura que se acerca -¿Harvey Keitel?- descubro, estupefacto, a Arturo Schopenhauer. Extiendo mis brazos para recibir al amigo y maestro, quien no sólo me ignora sino que traspasa, literalmente, mi cuerpo, y desparece a la espalada sin dejar el menor rastro. Miro en todas direcciones, desconcertado; alguien tira de mis pantalones: es Bob Esponja que, por lo visto, ha salido del agua detrás de Arturo.

- Tú tampoco goteas -le comento-.
- Soy una esponja. Yo nunca goteo, el que gotea es Calamardo -me responde-.
- ¿Vienes con Schopenhauer? –continúo- ¿Es cierto que no hay más ley que la de la  gravedad? ¿Que rodamos todos hacia un centro inextenso, que…?
- Nadie es mas sabio
  que su propio silencio
  y los pájaros
  no vuelan boca arriba -me interrumpe, críptico y poroso-.

La playa ha vuelto a quedar desierta, con la sola compañía de mi alucinación absurda y de las gaviotas, plúmbeas e irreductibles. Rebusco en el paisaje de agua la silueta de Schopenhauer, el filósofo visto por primera vez frente al mar.


martes, 21 de febrero de 2012

 
                   Quien esto escribe,
                        maestro pirotécnico,
                        payaso de chistera,
                        arquitecto de castillos en el aire,                                              

                        disfraza con palabras
                        el abismo de su ignorancia;

                        reconoce en sus rugidos
                        de tigre de papel
                        el murmullo
                        del ratón a la montaña;

                        envuelve con promesas de humo
                        su teatro infinito,
                        que confiesa sin más extensión
                        que la del breve folio.


                        Y con esto queda dicho todo,
                        y nada.


 

sábado, 18 de febrero de 2012



martes, 14 de febrero de 2012

 
Atiende el conspicuo y paciente Gambetti los desahogos de Murau, que reparte sus disgresiones y extravíos de iluminado bizantino a lo largo de las páginas insobornables de Extinción. La fotografía asoma en el relato como objeto repetido de las invectivas del narrador: “Con la invención de la fotografía, o sea, con la iniciación de este proceso de embrutecimiento hace más de cien años, el nivel intelectual de la población mundial desciende continuamente. Las imágenes fotográficas, le dije a Gambetti, han puesto en movimiento el proceso de embrutecimiento universal…”

Lo cierto es que las frecuentes lecturas de Extinción, relato sobre el que vuelvo por prescripción propia desde hace años, bien podrían estar en el origen, pienso ahora, de la aversión, creciente y enfermiza, en el límite de la náusea, podría decirse, que vengo incubando hacia la fotografía utilizada como crónica espuria y atolondrada de la realidad: el asombro ante la persistencia suicida con la que el hombre perpetúa en los medios, fotografía a fotografía, noticiero a noticiero, cartel a cartel, los mismos clichés periodísticos, fósiles y centenarios, los mismos patrones de belleza abotargantes, dictados por las mismas casas de cosméticos y los mismos diseñadores antediluvianos, amortajados en sus trajes funerarios y momificados por la química cancerígena aplicada sin descanso a sus mejillas. Contemplo estupefacto la decidida perversión con la que el mercado invade la sesera aturdida del espectador que, embrutecido y babeante, digiere con ceguera inusitada todas estas fabricaciones fotográficas infamantes. Esto es lo bello, anuncian, mostrando el mismo rostro una y otra vez, repitiendo hasta la asfixia las mismas imágenes, que exhiben obscenamente como un certificado incontestable de una realidad ingeniada en sus laboratorios de mercachifles. Seguirán, entretanto, banqueros y marchantes de armas decidiendo el mapa de las guerras, enviando en sus aviones a políticos salvapatrias y audaces fotoperiodistas, que exhibirán con orgullo la embajada de sus palabras gastadas y  sus imágenes de siempre.

Pero basta  de  esta cháchara pseudosociológica –…¡Gambetti!, pienso para mí-. El verdadero problema de este rechazo mío (irracional en sustancia, debo reconocer) hacia la fotografía como instrumento promocional de  una realidad (si no lamentable en todo su horror) cuando menos cuestionable, es la extensión del mismo, para mi enojo y desconcierto, a las fotografías domésticas y a los retratos familiares, cuya carga de nostalgia me resulta, a día de hoy, insostenible:

 “¿Qué hace pensar a los hombres que se dejan fotografiar” –insiste Mauer- “que han de aparecer felices en las fotografías que los muestran? (…) Todo el mundo quiere ser representado como un hombre feliz, siempre como totalmente falsificado, nunca como es en realidad, es decir, siempre, como el más infeliz de todos (…) Se refugian en la fotografía, se encogen deliberadamente en la fotografía que, con una falsificación total, los muestra felices y hermosos o, por lo menos, como menos feos e infelices de lo que son (…) En sus pisos cuelgan las fotografías que se han dejado hacer como un mundo hermoso y feliz, que en verdad es el más feo e infeliz y más mentiroso. Durante toda su vida miran fijamente sus imágenes hermosas y sus imágenes felices en las paredes y se sienten contentos cuando, sin embargo, sólo tendrían que sentir aversión (…) “

Bien es cierto que nada se aproxima más a la idea de eternidad que el fugaz parpadeo de un instante (despojados ambos de la carga inamovible del pasado y de los espejismos ilusorios del futuro), y que el juego fotográfico se presta del mejor modo a la falsa promesa de  intemporalidad. Archivamos, así, con nuestras instantáneas fotográficas, el inventario de los mejores momentos, en la asunción descabellada y alucinatoria de hurtar al viento nuestra existencia efímera y espectral, evocando un pasado inexistente que, si acaso (y ya es mucho decir) fue, pero en ningún caso es.

Se pregunta uno si este mundo descalabrado y en esencia mortal, esta esfera ingrávida que imaginamos suspendida del modo más absurdo entre el polvillo estelar o rodando descabalgada a lomos  del Tiempo, si este mundo, digo, se merece un solo gramo de nuestra nostalgia:

“Vivimos en dos mundos, le dije a Gambetti, en el real, que es triste e innoble y, en definitiva, mortal, y en el fotografiado, que es por completo mentiroso…”


jueves, 9 de febrero de 2012


“…se hace patente cómo la voluntad, en todos los grados de su fenómeno, desde el inferior al supremo, carece totalmente de un objetivo y fin último; siempre ansía porque el ansia es su propia esencia (…), vimos esto en el más simple de todos los fenómenos naturales, la gravedad, que no cesa de aspirar e impulsar hacia un centro inextenso que, de alcanzarse supondría su aniquilación y la de la materia; y no cesaría aunque todo el universo estuviera aglomerado”.

Recorro estos días las páginas de El mundo como voluntad y representación del gran Arturo Schopenhauer con la avidez de quien espera, en cada comentario, la explicación del Universo. Un viaje de claroscuros, con disgresiones iluminadoras y pasillos en penumbra, y la conclusión, parece que innegociable, de que el mundo, allí descrito, no ofrece para el hombre mas posibilidad que su representación, condenándolo al papel de comparsa y mero espectador.

En unas páginas de Extinción (Dios mío ¿qué leer después de Extinción?) Thomas Bernhard, por boca del narrador Franz Josef Murau, reconoce su incapacidad para descifrar, así dice, “descifrar”, la filosofía, encriptada y brumosa, de Nietszche y de  Schopenhauer. A pesar de haberse sentido “atraído y entusiasmado por ellos en el más alto grado”, Murau recuerda haber confesado su inepcia al inefable Gambetti: “…mire Gambetti, le había dicho, me he ocupado durante decenios de Nietschze, pero no he avanzado. Nietzsche me ha fascinado siempre, pero al mismo tiempo nunca he comprendido de él casi nada. Si soy sincero me pasa lo mismo con casi todos los demás filósofos, le había dicho a Gambetti, con Schopenhauer, con Pascal […], que nunca he conseguido descifrar ni siquiera en sus comienzos y que han sido siempre chino para mí”.

Cabría añadir, en este punto, un fandangillo de otro grande, José el Cabrero, cuyo cante indeleble, escrito al viento y sobre la tierra agraz del sur andaluz, alumbró el cielo todo con estas sabias palabras:  
 
                                                         Sócrates, de unos calzones
                                                         se hizo un día un delantal
                                                         y dijo, con dos cojones,
                                                         sólo sé que no sé na,
                                                         pero las brevas, se comen.

Al fin y al cabo, pienso para mí, no queda otra sabiduría que la conciencia de nuestra propia ignorancia que , en mi caso, es el fermento de esta escritura sin rumbo, anegada, si se me permite la expresión, de “lagunas oceánicas” sobre las que mantengo mi nado extraviado como buenamente puedo.
 

sábado, 4 de febrero de 2012



Me introducen postrado en la cápsula infame como a un supositorio. En el puño un bombín que debo accionar en caso de abandonarme al pánico. A los pies de esta mortaja, blanca y galáctica, mi calzado espera el regreso de su dueño. En mi lenta inmersión recuerdo a Empédocles de Agrigento, que se arrojó al Etna con el propósito de desvelar el secreto del interior de la Tierra, dejando una sandalia  en prueba de su identidad (y arrojo).

Inmovilizado  en  el  interior  del tubo,  pienso  en  mis ridículos calcetines  (rojo  chillón  salpicado de  motas azules  -elección desgraciada-) asomando en el extremo de la máquina. Mantengo, heroico, la compostura en los veinte minutos interminables que dura la inspección. El martilleo magnético se apaga gradualmente. Contengo la respiración, atento a cualquier señal del mundo exterior: bien podría salir disparado a las estrellas en el instante último de una deflagración planetaria. El aparato me devuelve finalmente a la vida; emerjo como un Lázaro de la tumba, con la auxiliar –la mirada clavada en mis pies- sujetando mi calzado en un gesto de atención, que su irónica sonrisilla desmiente. Me incorporo con la imagen fugaz de un operario encontrando, al final del día,  el cuerpo inerte de la enfermera, mi calcetín irisado anudado con fatal estridencia a su delicado cuello.

lunes, 30 de enero de 2012


Hoy no prestaré atención a las nubes,
                                 me tumbaré
                                 y cerraré los ojos,
                                 la hierba crecerá a mi alrededor,
                                 hundiré
                                 mis dedos
                                 en el suelo
                                 y, agarrado a estas raíces,
                                 esperaré 
                                 el incendio que se acerca.


sábado, 28 de enero de 2012


Días de frío y sol. Días en los que disfruto de una tregua de mi espinazo traidor y que aprovecho para retomar mi trote olímpico. Corro con una luz baja y metálica, que me acompaña media elipse y se escurre luego por la nuca, para volver a deslumbrarme en el siguiente giro con una  intermitencia hipnótica. Una pareja de ancianos me acompaña estos días en la pista: la mujer se acomoda en una silla de playa, embutida en un bañador de colores brillantes y con la cabeza seccionada en una refulgente bandeja de baño solar; desentumece a ratos el cuerpo con una gimnasia de zarzuela, los brazos en jarras y un giro lento y coqueto de cantinerita.

El marido rueda su bicicleta en sentido contrario al mío, el torso desnudo al sol, tocado con una gorrilla de capitán de yate y con un pantalón a cuadros subido por encima del ombligo; cabalga su bicicleta de paseo como un Marco Aurelio su montura,  saludando a su señora en cada giro, con orgullo y cumplimiento. Cruzamos nuestras miradas en cada vuelta: me encara ufano, la barba alzada y desafiante; yo disimulo entre jadeos mi inspección, con la suspicacia de quien asiste a una aparición mariana o al desembarco de  un ejército invasor. La bicicleta es una Orbea desconchada, con una cesta de reparto todavía encordada al sillín, vestigio de algún remoto trabajo de juventud. La ceremonia de amor feliz se prolonga, sin quebrantos, durante toda la mañana.

lunes, 23 de enero de 2012



El dolor nace en la base del espinazo, en un punto indeterminado entre la columna y la pelvis. Desde este epicentro se expande por todo el cuerpo en ondas concéntricas, hasta asomar palpitante en las sienes y en los dedos ahora entumecidos. Encuentro alivio inclinando el torso hacia adelante y distrayendo el calambre con alguna lectura ocasional. En esta postura oferente, con las manos encogidas sobre el codo como un cirujano en espera de sus guantes, leo en Cioran las siguientes palabras:

“El tedio es el horror del tiempo, la conciencia del tiempo. Quien no es consciente del tiempo no siente tedio”.

La sentencia, me devuelve a la idea del tiempo como artefacto imaginario perpetrado por el hombre, sapiens resabiado, que lograría de este modo, pienso, la caducidad de todo dolor, pero sacrificaría, en su enfrentamiento al mundo, la eternidad de todo placer. El odio y las contingencias todas, ahora episódicos, arrastrarían por contrato al amor, ya nunca eterno.

En este acuerdo del diablo, tan humano, las palabras de Cioran se convierten  en un verdadero acto de fe, en la ofensa de quien encuentra inaceptables las reglas de este juego impuesto, en el que, sin previa consulta, nos es negada la felicidad indeleble. Descubro la misma indignación en Proust, a quien, por cierto, Cioran detestaba, y que,  en sus excursiones por Balbec, culpaba indignado al ferrocarril de nuestra conciencia del tiempo: “desde que existe el ferrocarril, la necesidad de no perder el tren nos ha obligado a tener en cuenta los minutos…”

Desde el prodigio de su inversión literaria, sin embargo, el escritor francés encontró en la evocación el cauce perfecto para su huida hacia adelante, su particular liberación del aparataje temporal: …”pues a los trastornos de la memoria van unidas las intermitencias del corazón…”, escribe, denostando el olvido. Sorprendido, encuentro en Cioran, enemigo de toda nostalgia, la misma expresión, “intermitencias del corazón”, en un sentido completamente opuesto, entendido como una flaqueza que facultara el regreso de las reminiscencias; ya que, para el pensador rumano, “se hace impensable vivir instalados en el recuerdo”.

Para Cioran el reparto de cartas, en esta mano fatal que es la vida, sólo resultaba aceptable gracias al recurso del suicidio -al abandono voluntario de la mesa-, del que se vanagloriaba y exhibía como un derecho innegociable; Proust, acorralado por su frágil salud, encamado en un apartamento sellado al mundo con láminas de corcho, desgrano su obra catedralicia a lo largo de una década, con la urgencia de quien anticipa el final de la partida y la determinación de imponer una moratoria al tiempo: “He puesto la palabra fin. Ahora ya puedo morir”, anunció con dramática satisfacción a su secretaria Celeste.

En el teatro de una batalla similar, soneto en mano, Shakespeare encara al tiempo con estas palabras desafiantes:

No Tiempo, no te jactes de que cambio:
……    ….   ….    ….
Te desafío a ti y a tus archivos:
recelo del pasado y del presente
pues corres a tal ritmo enloquecido
que tu visión y lo que vemos mienten.

ni tu hoz ni tú, te lo juro, impedirán
que siga siendo fiel a la verdad.

miércoles, 18 de enero de 2012


No escribir para ofrecerse como modelo de conducta,
no escribir para ofrecerse como modelo,
no escribir para ofrecerse,
no escribir,
no,
.

viernes, 13 de enero de 2012



miércoles, 11 de enero de 2012




domingo, 8 de enero de 2012


Llego en el final del día a este parque que he convertido en teatro de mi inacción. Con un pañuelo imaginario y el hábil gesto de un ilusionista, ¡hop!, hurto al mundo mi presencia y me convierto en nadie. Ulises, héroe fecundo en ardides, cegó dolorosamente al cíclope Polifemo,  haciéndose pasar por nadie: “Nadie es mi nombre; así me llaman mi padre, mi madre y todos mis compañeros” .

Últimamente mis paseos terminan es este mismo banco, con la cámara fotográfica rendida en el regazo y la tapa sellando su óptica como quien echa la persiana al negocio. El aventurero Ulises cegando al cíclope. A mi lado se ha sentado la figura ya familiar del pensionista, la camisa recién planchada y embutida en unos pantalones de tergal que sujeta con una cuerda; le acompaña su inseparable bolsa de plástico: Nadie es mi nombre”, exhorto a mi compañero de asiento, que se mantiene inmutable.

En estos lapsos interminables, en los que el tedio de siempre se enseñorea de todo el parque, evoco con falsa nostalgia los días  de acción y aventura. Podría desempolvar, reflexiono, mi chaleco fotográfico ultraprofesional, poblado de credenciales periodísticas y mil bolsillos (en los que nunca encontraba nada), color verde-camuflaje (no fuera a ser que me vieran); podría viajar nuevamente a alguna geografía exótica, descalabrada por alguna guerra o un tifón, disfrazando mis veleidades de autor con el compromiso por los demás. Todo por el prójimo y al de al lado pisarlo, tan católico. La inmodestia de pensar en ajustes planetarios cuando la acción poética no tiene más alcance que la extensión de nuestros brazos, el fugaz consuelo de una caricia: “Se bienvenido. ¿A qué distancia están tus fuerzas?”, le pregunta un expectante Ricardo II al fiel Salisbury - cuya soldadesca ha huido cobardemente a manos de Bolingbroke-, “Ni más cerca ni más lejos que este débil brazo…”, le responde, contrito, el galés.

Aterrado, escarbo en mis recuerdos traidores sin encontrar en la memoria de estos últimos días un abrazo redentor. Ojeo de soslayo a mi compañero de banco, su mirada al frente y pegadas las rodillas, que ha dispuesto entre nosotros el hatillo, poblado, descubro con sorpresa, de relucientes manzanas rojas. Congelo un gesto de afecto que, mal medido, podría arruinar este primer acercamiento. Tan sólo alargo el brazo para alcanzar la fruta prohibida, que muerdo con delicadeza casi femenina. A bocados, con calma edénica, liquidamos, una a una, toda las manzanas de la bolsa. Confío a mi libreta este episodio, al modo de un antropólogo consignando su primer encuentro con un bosquimano. En el aire la duda de quién estudia a quién.

viernes, 30 de diciembre de 2011

 
Palabras como brazadas en el agua.

                              Palabras para no ahogarse uno.

                              Porque a mis espaldas
                              sólo tengo ya el rincón
                              al que el peso del mundo
                              me ha empujado.

                              Palabras para acompañar con música
                              esta danza absurda,
                              este vaivén de bestia enjaulada.

                              Ni un segundo de distracción,
                              ni  un segundo de derrota.

                              Y cuando las palabras se acaben,
                              la risa,
                              irreductible, innegociable, irrecusable,
                              inevitable.

sábado, 24 de diciembre de 2011


La alarma del despertador me devuelve a la ingrata vigilia de un nuevo día , y con ella a la amenaza de una jornada idéntica a la anterior y anticipo, a buen seguro, de otra igualmente indistinguible. El tiempo saltando a horcajadas sobre el tiempo.

Puedo escuchar desde mi dormitorio, la oreja pegada a la puerta, el siseo reptil de la asistenta en el pasillo, desempolvando el rodapié o aplastando algún insecto imaginario con calculada entrega. Cesa el ruido abruptamente; intuyo ahora, sin asomo de duda, la cadencia asesina de su respiración del otro lado de la pared; su aviesa mirada en dirección a mi habitación, enmarañado el pelo, palmeándose el estómago en un gesto, estoy convencido, desafiante. Debilitado por un sueño difuso, del que aún no me he despegado, renuncio a cualquier confrontación doméstica y me deslizo por la puerta sin ser visto.

Erguido el mentón, avanzo con decisión marcial por calles todavía vacías; alineados como peceras mudas, un tribunal de escaparates asiste a mi desfile callejero; sobre los tejados, y entre las antenas, el vuelo temprano de algún pajarete a nadie, salvo a mi, parece incumbir.

Decido tomarme un respiro en un parquecillo salpicado de bancos por los que un chucho contrahecho va repartiendo orines con pausa y ceremonia; entre los arbustos asoma, de cuando en cuando, un pensionista ocioso, aferradas las dos manos al plástico arrugado de una bolsa de contenido impenetrable. En la comodidad de mi propio asiento, me abandono al mortal languor del que tanto previene Schopenhauer: “la parálisis, leo en mis notas, “que se muestra en la forma del terrible y mortecino aburrimiento, de un fatigado anhelo sin objeto determinado”, y que se extiende ahora, imparable, por todo mi cuerpo.

Tumbado en el banco sin decoro alguno y con la libreta enfrentada al cielo, continúo el repaso de mi pequeño vademécum: en el sabio alemán encuentro con sorpresa el remedio a mi creciente postración, que no es otra que mi condición de artista y “el consuelo que procura el arte, y el entusiasmo del artista al que le hace olvidar las fatigas de la vida”. De este modo, el elogiado creador, leo con asombro, fascinado, “contempla el espectáculo de la objetivación del mundo: se queda parado en él, no se cansa de contemplarlo y reproducirlo en su representación”.

Detecto un pálpito premonitorio, anuncio de una de mis habituales pugnas con un mundo cuyo peso, quiero convencerme, ya no me intimida. Así, incorporado ya en el banco, desde la contemplación más decidida, el ceño fruncido y encimada mi cámara, transmuto el vientecillo, que agita las hojas, en una suave caricia; para cada pájaro y piedrecita encuentro un nombre y un propósito; incluso el cuasimodo canino, que se acerca obsequioso, meneando su rabito pelado, tiene su lugar en este cuadro de armonía, al que mis atributos poéticos han concedido un nuevo orden.

Envanecido por mi osadía prometeica, apoyados ahora los codos en el respaldo del banco,  reflexiono sobre el acto de representación: la vida convertida en espectáculo, pienso para mi, libre de tribulaciones, re-presentada en este acto de ilusionismo que los creadores todos, payasos de chistera, escenificamos en nuestro teatro particular. Nada se me antoja más irreverente  que el acto creativo, en cuya esencia, sigo pensando incontrolado, esta la reinvención del mundo y, en último término, ¡la negación absoluta y taxativa de Dios!

Cae el telón y vuelvo a la realidad del parque, alarmado por las consecuencias de mi acto, de mi  réprobo atrevimiento. El perrete, ahora malquistado, reclama con bufidos el banco del que ya me estoy levantando. Con mi defección vuelven los pajarillos a su vuelo incierto; un viento errático agita ramas y papeles por el suelo. De esta escena, sin orden ni concierto, huye su director entre las sombras.

En la puerta del apartamento, ahora vacío, reconozco mi derrota, la futilidad de un asalto a la vida nuevamente frustrado, sin otro logro que el halo de estas imágenes, que uno no sabe bien si emplazar en el recuerdo o en la ilusión del sueño, que bien podrían ser lo mismo.

viernes, 16 de diciembre de 2011

El dolor ha frenado mi carrera y me ha tumbado impotente en la hierba húmeda que rodea la pista. Paralizado, me abandono a la lluvia de este día gris y contemplo las nubes altaneras pasearse sobre mi rostro.

Por el rabillo del ojo veo acercarse dos siluetas familiares, una oronda, trastabillando la otra, Sancho y Quijote descabalgados: “Trece vueltas”, me espetan al unísono. “¿Cómo?, respondo desconcertado. “Hoy sólo trece vueltas, ¿la lluvia?”.










sábado, 10 de diciembre de 2011

Cierro contraventanas y corro cortinas para precipitar el final de una jornada que no llega nunca. Un pequeño transistor, que la asistenta ha olvidado encendido, vocea un listado interminable de desarreglos planetarios: a la alarmante falta de neurocirujanos parece sumarse la acumulación incontrolada de neumáticos, de caucho pestífero e irreductible; masas forestales de escala continental y antigüedad pleistocénica desparecen en un cruel segundo, arrastrando a tribus igualmente primigenias… El grifo, mal cerrado, mantiene un goteo airoso, ajeno en todo al apocalipsis radiofónico. No parece existir mas ley que la de la gravedad, continúa la radio, en la que Stephen Hawking, ha reconocido la causa en sí , la explicación absoluta de un universo infinito en el que, sin embargo, parece, ya no hay sitio para Dios.

El anuncio radiofónico de la ausencia de Dios y mi presencia sola en este universo descabezado me devuelven un aplomo que creía perdido con el que decido enfrentarme al folio en blanco que me espera en la mesilla. Voy a preparar mi embate a un dios inexistente, me digo, al que hurtaré el fuego con el que  alumbrar el pasillo de estos días que no acaban nunca.  Con firmes brochazos poblaré mis paredes de jardines imposibles y pajarillos cantarines; reescribiré la vida con el talento de un Miguel Ángel retrepado en su andamio sixtino, hasta someter el cielo a mis designios iluminados.

Acodado sobre el blanco de las hojas,  doy comienzo a mi escritura prometeica: con la autoridad de un soberano en su feudo, declaro prohibidas rocas y cadenas, desterradas todas las rapaces y proscritos los sabios; bienvenidos, por decreto, todos los necios de firmes piernas…

Al paso de los minutos, sin embargo, la lengua fuera y el pulso acelerado, comienzo a anticipar una nueva derrota. Releo mis notas erráticas con  creciente repulsión: el trazo de mi genio, con el que pretendía alumbrar un nuevo Edén, resulta un pobre trampantojo sin más perfume que
                                                                                   mi jadeo entrecortado y
                                                                                   sin otra música
                                                                                   que el eco
                                                                                   de mis trompicones
                                                                                   solitarios.

En el límite del desmayo y la rendición mas absoluta, con la silla como único apoyo de mi trastornado equilibrio, acuden a mi memoria el consuelo y compañía de estos versos:

My love looks fresh, and death to me suscribes
since, spite of him, I´ll live in this poor rhyme  
(Mi amor permanece invicto y derrotada la Muerte,
a cuyo pesar, en esta rima, vivo y me hago fuerte)

con los que Shakespeare puso una nota de aliento a esta danza insensata que es la vida.

Mecido en la cadencia del soneto salvador, aplazo, una vez más, mi combate con el folio y me arrastro a la cama, agotado el cuerpo por las mil batallas del día. Me envuelvo en las sabanas familiares, que nunca debí abandonar, y caigo en el pozo de un profundo sueño, interrumpido súbitamente por el campanilleo del cruel despertador que anuncia, intempestivo, el comienzo de un día nuevo, tal vez ya consumado.

lunes, 5 de diciembre de 2011


Me acodo en la ventana desvelado, atraído por los maullidos de un gato que huye en la noche, dibujando con su cola una interrogación. Una línea de luz divide en dos la calle y alumbra un teatro de farolas sin otro público que sus sombras. El escenario perfecto para un crimen que no cometeré, pienso para mí.

La nostalgia de todo lo que no ocurrirá se extiende con su familiar cosquilleo por mi cuerpo. Suspendido en la alfombra que salva mi caída, busco a tientas el apoyo del colchón. Soy mis silencios, me digo, tumbado ya,  aferradas las dos manos a las sábanas aún calientes, soy lo que ignoro y los lugares que no ocupo, soy mis recuerdos y todos los anhelos incumplidos, todo eso soy y nada. Somismo en esta pred algún salto quieto, algún cormodo en estatienta y a la vez…

Comienza, en el interior del armario, un ronroneo felino, convertido pronto en feroces arañazos que terminan por abatir el mueble. Con el estrépito de la caída recibo un empellón que me empuja fuera del sueño. Despierto sentado entre sábanas revueltas, agitado por la amenaza del licántropo doméstico y  el crepitar obstinado del despertador, que no cesa.