jueves, 14 de noviembre de 2013


Releyendo esta crónica inútil, este aturdido y difuso reportaje del espectro de mi mismo, he cobrado conciencia de mi propensión a la añagaza y al palabreo, de los que me sirvo para elevar capciosamente al rango de perplejidad cósmica la inconsistencias de mis miserables devaneos diarios. “De nada tendremos menos necesidad –escribe Schopenhauer- que de recurrir a conceptos vacíos y negativos, y luego hacernos creer a nosotros mismos que decíamos algo cuando, levantando las cejas, hablábamos de lo Absoluto, lo Infinito, lo Suprasensible…”.

Quiere el inflexible pensador, con estas palabras admonitorias, evitar intelectualismos hueros, acotar nuestros sondeos obsoletos a la esfera del mundo “real y cognoscible”, evitar “servir en la mesa –dice- fuentes vacías”, huir de lo que, en palabras de Aristófanes, sería la morada de las nubes y de los cucosTampoco deja el filósofo mucho margen a la introspección: advierte del peligro de hurgar en exceso en uno mismo; del asombro y el desconcierto de encontrarnos, poquito a poco, con la esfera vacía que somos; de la escasa compañía que hallaremos, en definitiva, nos avisa, en la prolongada caída de nuestra existencia, donde no acertaremos con más asidero que el espectro de nosotros mismos.

Aceptado el consejo maestro, habré de abandonar sin remedio la nube protectora de esta notas sin fuste, renunciar a la compañía de los cucos y devolver a su sitio mis enarcadas cejas; desinflar el globo de mi ego volandero y relajar el tenso estupor de mi perplejo  rostro, inflamado de vapores y quimeras, con el que tecleo al cielo, entre asombrado y espectante, estas lucubraciones pseudometafísicas mías y todas mis preguntas sin respuesta.

Con el click del interruptor se apaga la luz y el parpadeo incierto de estas iluminaciones; sellada a mi espalda la puerta, dejo encerrados para  el recuerdo y la memoria los restos de este carnaval de palabras y de excesos. Entre las vacías botellas de champán y las melancólicas serpentinas, descansa, abandonada por su dueño, la verborrea sin freno de estas notas atolondradas, condenadas por su autor, desde este insigne momento, al silencio eterno de los tiempos.

The party is over. Agur, adiós, au revoir, goob-bye, sayonara.

domingo, 10 de noviembre de 2013


En mi agitada sesera se mezclan ahora los ataques e invectivas del descontrolado terapeuta y mis lecturas extraviadas de estos días. El cocktail letal de terapia y metafísica me ha decidido a combatir esta postura mía de sastrecillo amohinado, a enderezar mi retorcido espinazo, combado como la torturada rama de un árbol ajado por la falta de luz y el peso agotador de las brumas…

Paseo estos días por la calle con forzada ufanidad, tieso como los demás hombres, los codos bien plegados al cuerpo, fundidos los omoplatos y erguida la armadura de mis hombros, desafiando al mundo todo con la nueva danza luminosa de mi caminar; devolviendo al cielo, como quien dice, todo el peso de sus falsas ilusiones desde la muelle punta de mis pies.

miércoles, 6 de noviembre de 2013


El atropello médico del que di cuenta anteriormente, y que viene repitiéndose con cruel regularidad cada cinco días, me ha devuelto a la memoria las conminaciones del padre de Arturo Scopenhauer, de nombre Heinrich Floris (comerciante a quien los desvelos de sus cuentas precipitarían fatalmente al suicidio), a su hijo -decidida ya la carrera de Arturo como futuro mayorista en Danzig-, invitándole el primero en sus cartas a mantenerse erguido en la silla, no fueran a confundirle con un sastre.

“Una compostura adecuada es tan importante en la mesa del despacho como en la vida ordinaria, pues cuando se ve a alguien en los salones encorvado sobre sí mismo, se le toma por un zapatero o por un sastre disfrazado” . Y continúa: “Quisiera confiar, y te ruego que lo pongas en práctica, en que irás tieso como otros hombres, de modo que no se te doble la espalda, lo cual produce una impresión nefasta”.

La madre de Arturo, la exitosa escritora Johanna Henriette Trosenier, íntima de Goethe, iba más allá en sus reconvenciones: “…eres fastidioso e insufrible y considero penoso vivir contigo… utilizas un tono oracular para definir las cosas, sin plantearte siquiera una objeción. Si fueras menos de lo que eres, serías sencillamente irrisorio; pero de este modo eres irritante en extremo…”.

Y cierra el censo familiar su despechada hermana, Adele Schopenhauer, a quien un visitante habitual de las veladas en Weimar habría descrito como una damisela “de una extrema inteligencia, sólo superada por su fealdad”, quien, fatalmente enamorada de un soldado huido, se abandonó sin inhibiciones “a la fuerza mitógena y glorificante del recuerdo”, apuntala sin compasión R.Safranski, biógrafo del pensador alemán.

De los múltiples episodios que trufaron la accidentada relación del filósofo con su tórrida familia, tejida de odios, invectivas, celos y velados reproches, destaca, por su estilizada crueldad, por el femenino ingenio  de su aguijonazo envenenado, el capítulo en el que la víbora materna encuentra sobre la mesilla un estudio de su hijo que llevaba por título Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (disgresión postkantiana que granjearía a Schopenhauer el doctorado en la Universidad de Jena en1813), hallazgo éste que empujaría a Johanna a inquirir a Arturo, con falsa inocencia, sobre el contenido de “esa redacción suya para boticarios” (¡!!).

Con este panorama, el pensador alemán abandona en 1813 el terrario doméstico de Weimar y, afincado en Dresde, vomitará al mundo en los siguientes cuatro años su catedralicio El mundo como voluntad y representación, manualillo de dos mil páginas cuya conclusión fundamental viene a denunciar la vacuidad del cielo todo y la falta inmisericorde de tutela o esperanza alguna de nuestra existencia.

Ningún cielo ha besado en secreto a la Tierra, de modo que esta tenga que soñar ahora bajo el fulgor de la floración.

Nada le debemos, pues, al inhóspito cielo, decididamente vacío. Liberados del peso de nuestras esperanzas, bien podemos caminar con la espalada erguida, pienso para mí, ligeros como una briznilla de hierba bailando al viento.

domingo, 3 de noviembre de 2013


El amable y paciente lector de estas notas conoce ya la aversión y el aborrecimiento sin límites, la náusea profunda, abisal e inextirpable, que el estamento médico provoca en quien esto escribe. Viene esto a la punta de mi pluma, que diría el poeta, porque he pasado el último mes sometido a la repetida tortura de un osteópata con vapores de filosofastro. Hundido mi cuerpo en la camilla, el facultativo me envuelve al final de cada sesión en un abrazo lúbrico y humillante, dejando caer el peso de todo su cuerpo sobre mi aplastado torso, del que aflora una escalada horrible de crujidos y agónicos estertores. Es en esta postura ultrajante, poco menos que pornográfica, cuando el galeno, venido a más, comienza a susurrar en mi oído sus consejos y admoniciones terapéutico-edificantes.

Me explica el sanador, su aliento en mi oreja, que el agarrotamiento de mi espalda toda (el desajuste de los tendones y  de las ligaduras que mantienen milagrosamente en pie el cascado andamio de mi anatomia) bien podría deberse al purito abatimiento de mi persona: “que no son, ésas, formas de sentarse -me añade conminatorio-, plegando el espinazo y con los hombros rendidos a un peso imaginario –así me dice: con los hombros rendidos a un peso imaginario-“.

El ritual injurioso del psicomasaje  se repite todas las semanas, con el filisteo embrutecido entregado sin control a la gimnasia obscena ya descrita y a sus desatadas fílípicas, encaramado a mi estrujado tórax como un primate perturbado abandonado sin freno a una feroz cópula, con los aspavientos de un zulú (sigo pensando extraviado) coronando la cima de alguna montaña indómita, escapado de la jungla oscura e incivilizada que nunca debió abandonar.