Empleaba las mañanas del domingo en un largo paseo por el muelle.
Caminaba sobre las ascuas de unos altos tacones, con un lento zarandeo de
barquito sin quilla abandonado a las olas. Añadamos que la inveterada paseante
de este relato bien podría llamarse Klara y que propendía al ensueño y a la
distracción. Volaban, ligeros, sus pensamientos, enredándose con las nubes y con
los pajaruelos, que aleteaban sobre su cabeza como diminutas pompas emplumadas.
Bien alto en el cielo, un cocodrilo de vapor devoraba un ratón, cuya cola
asomaba serpeante fuera de las terribles fauces; a un lado de esta viñeta
vaporosa, un gigantesco corazón de espuma blanca se deshacía en virutas y
recomponía su humeante silueta en la forma de un gigantesco violín…
Klara mantenía en sus caminatas el ritual de un abrigo rojo, ceñido a
su talle estrecho con tres botones dorados y abierto en la cintura como una
campana inflada al viento. Recogía Klara su negro y tirante cabello en un
apretado moño. Su rostro sin edad mostraba la lozanía de quien no ha sufrido el
embate del amor verdadero, lo que bien podría explicar la tímida sonrisilla que
asomaba constantemente a su rostro, una señal a los astros de sus anhelos
incumplidos y de la espectante disposición que mantenía frente al mundo todo.
¿Y que podría estar barruntado Klara a lo largo de su festiva marcha?
Lo cierto es que del menor detalle hacía un motivo de voluptuoso cosquilleo: el
relumbre del adoquinado un día de lluvia, un tupido mostachón flameando en el
rostro de un viandante o la reciente solución a un crucigrama, despertaban en
nuestra vestal andarina las más excitantes reflexiones. No piense el lector que
nuestro personaje carecía de temperamento: Klara sostenía una declarada aversión
por los viajes de crucero y los bonsáis, y sellaba discusiones incómodas con un
silencio ciclónico, la pequeña arruga del entrecejo, vertical y amenazante,
hendiendo como una cuchillada negra
su rostro de geisha inexpugnada.
En momentos de extático recogimiento, con las manitas sesteando sobre
un humeante café o con el rítmico bamboleo de un viaje en autobús, o durante
los volanderos ensueños de sus paseos dominicales, Klara ideaba, justo es
decirlo, algún que otro crimen con
morboso detalle. Iba Klara con sus conspiraciones rectificando los desvíos del
mundo. Su mente se perdía en una carrera imprevisible de ajusticiamientos y
pequeñas venganzas: aquí un estrangulamiento, allá una fatal caída o la concusión
desgraciada por envenenamiento de algún pariente incómodo…
Podría ser éste un buen lugar, piensa quien escribe, para introducir a
las primas gemelas de K., dos cuarentonas desaseadas, anchurronas de hombros, y
tocadas ambas con las áspera hebra de un pelucón rizoso y oscuro como la pez.
La infancia atribulada de las
hermanas en la ciudad de Estambul (notoria por el secretismo hermético de sus
escuelas y el vandalismo acechante que anida en sus callejones de polvo y de
negrura) explicaría el despiadado trato impuesto a nuestra cenicienta soñadora,
sometida en el hogar compartido a
humillantes tareas sin término, infladas sus tiernas rodillas por el
constante fregoteo del áspero y endurecido suelo.
Es ahora, amable lector, cuando, nublados los sentidos, retrepa por
muestra garganta y nariz un seco efluvio de amoníaco entreverado con el perfume
almizclado de las gemelas (algún pachulí de exótica geografía, mundano residuo
de su juventud viajera). Recorremos el largo pasillo de la vivienda siguiendo
la mefítica vaharada; doblamos a la derecha guiados por un tenue rastro de luz
tamizado por una puerta acristalada que entornamos, curiosos, para descubrir -¡horror
de horrores!- el escenario de un espantoso homicidio: descansan en el suelo de
la cocina, blanca de luz, los cuerpos degollados de las hermanas mellizas, su
roja sangre mezclada con la espumilla jabonosa y absurda del desinfectante, que dibuja en el embaldosado un caleidoscopio alocado de figuritas y líneas
blanquirojas.
El macabro baile de formas sobre el alicatado se funde ahora con la
danza lisérgica de nubes que acompañan todavía, bien alto en el cielo, el paseo
matinal de Klara. Aletea, juguetón, su rojo abrigo, travieso como una mariposa
buscando una florecilla en la que descansar el alegre peso de sus crímenes.