Derrotado y humillado, una vez más, por la caterva infecta de perracos
luciferinos que rodean el caserío y amenazan mis poéticos paseos. Algo tendría
que haber anticipado, pienso para mí, al recibir por correo el admíniculo
ultratecnificado espanta-bestias, extrañamente ligero, tengo que decir, y cuyo
envoltorio venía ilustrado con un amable Lassie repeinado que nada tiene que
ver con las fieras inmanejables, alopécicas y hediondas, a las que me enfrentó
diariamente.
La cuestión es que esta tarde salí armado del aparato con la
determinación de precipitar la batalla final. Alto en el cielo las ratoneras
acompañaban mi caminata dibujando círculos alrededor del sol, voló pronto con
ellas mi imaginación, recordando con feliz distracción las páginas de Tolkien
leídas el día anterior a N. en las que el escritor describe el combate de las Águilas de las Montañas Nubladas, gigantescas rapaces aliadas del mago Gandalf -cuya mirada podía enfrentar el sol sin un parpadeo, describe su autor-, con los terribles Wargos, oscuras alimañas lobunas asociadas a los trasgos y cuya
evocación, cómo no, pronto me devolvió a la realidad carnívora y amenazante de
los mastines.
Había transcurrido una hora larga sin rastro alguno del enemigo
cuando, desistiendo ya de mi búsqueda, me encontré con tres de estas hienas
pestíferas a las puertas mismas del caserón. No tenía plan alguno, tan sólo la confianza
ilusa en el aparatejo del demonio, negro, ovalado y del tamaño de la palma de
mi mano, que, una vez accionado, pensaba para mí, freiría los sesos a las
fieras en un espasmo ultrasónico de dolor inconcebible. Apretaba yo, pues, el
botoncillo de mi arma emocionado,
afectando estocadas con la osadía de un esgrimista acorralando a su
contrincante. Las bestias recularon en un primer momento, desconcertadas, para,
un instante después, pude observar con absoluto horror, avalanzarse sobre mí enloquecidas. Apenas
tuve tiempo de alcanzar la cancela y refugiarme como un banderillero timorato
tras el hierro de la verja, arrojando a la cabeza de uno de los perracos
babeantes el adminículo de plástico, perdido completamente el decoro y gritando
soflamas al viento sin control alguno. En el frío de la derrota, humillado tras la verja
salvadora, despojado de toda dignidad y sin resuello -vacíos los pulmones por
el sobresalto y los gritos e insultos proferidos a las bestias-, descubrí a la
vecina contemplando la escena de mi escarnio desde el silencio mayestático de
su trono con sombrilla, atendiendo el percance con la concentración de un árbitro de tenis estudiando una jugada. En su
estatismo de gárgola muda e inconmovible, la vecina arrugaba el ceño con falsa
preocupación, esforzándose, acaso, pienso para mí, por contener una carcajada
sideral que el temblorcillo de la barba delataba y que habría puesto punto y final,
digo bien, punto y final, a nuestro pacto de silencio. “Hoy por ti mañana por mí" -pensaba para mí, no sin agitación, maldiciendo en mi fuero interno a la vecina
robahigos y a la jauría asesina escapada del averno, que continuaba
aullando su triunfo a las puertas mismas de mi vivienda-. Hoy por ti mañana
por mí.