Las lluvias han demorado este año la siega en U. La colina frente a mi ventana exhibe con
retraso sus galas primaverales, con el nuevo peinado de líneas irregulares
perdiéndose en el horizonte verdiazul del mediodía. Sobre la hierba desmochada y
recién cortada vuelan excitadas las ratoneras, devorando el festín de reptiles
que la cortadora ha descubierto a la luz. A la izquierda del rectángulo segado
de campo descansa una yeguada clavada en el paisaje con sus potrillos tumbados
indolentes entre la alta espiga, sin más tarea que algún coletazo ocasional
para espantar las pesadas moscas. Escribo como un intruso incrustado en esta viñeta
de armonía, en la conciencia indubitable de que, en este preciso instante, el
tiempo ha dejado de existir.
Leo
estos días al ambigüo Pierre de Melville
y sus paseos baudelerianos: “El silencio continuaba presidiendo la escena; el
camino se extendía por una zona apenas habitada y sobre unos campos que nunca
se habían abierto al yugo de un arado, las durmientes seguían sumidas en su
profundo sueño. Su terrible humor se estaba convirtiendo en algo insoportable…”.
Pienso
en el cambiante ánimo del protagonista de la novela (que bien podría ser el mío) entreverado con el suelo inculto y las durmientes “sumidas en un profundo sueño” que describe en su paseo.
En el soneto titulado Correspondencias, Baudelaire
compara la Naturaleza misma con “un templo cuyos pilares dejan salir a veces
confusas palabras/ por allí pasa el
hombre entre bosques de símbolos/ que lo observan atentos con familiar mirada”. Vigila
el firmamento, pues, contemplativo, el hombre-poeta, impenitente rastreador de
metáforas, desvelando con la agudeza de su olfato y el ingenio de su
imaginación las claves del universo todo. Y atiende quien escribe, obnubilado,
la danza hipnótica desplegada frente a su ventana, la muda coreografía del
viento y de la hierba, de los pastos y del azul cegador del cielo, con el
ronroneo amortiguado de las segadoras dibujando en la distancia, bien al fondo
del paisaje, líneas marciales y alegres arabescos, mensajes encriptados, pienso
para mí, que tal vez escondan en la danza de sus dibujos la explicación del mundo.
Distraído del paisaje, me pregunto por el motivo de estas
asociaciones mías, de estos extravíos aturdidos. Con la inconsciencia de un volatinero sin público, salto desde mi ventana al mar de hierba, desde el mar de hierba, y la música de las cortadoras, paso a las divagaciones del Pierre de Melville, y de éste a las iluminaciones poéticas de Baudelaire y su reconsideración del mundo. Voy construyendo, así, supongo,
una falsa cartografía, una red tejida con las cuerdas y los nudos de mis
espejismos y devaneos absurdos, sobre cuya malla me zarandeo como un
equilibrista desplomado tras una pirueta imposible.