miércoles, 22 de mayo de 2013



Fiasco absoluto en el supermercado. Un peón de obra, de sesera anfibia y subdesarrollada, colapsa la cola del cajero contando y recontando cada uno de los céntimos con lo que insiste en pagar una barra de pan pellizcada fatalmente en el sobaco. Los botones de cobre aparecen esparcidos sin control por toda  la cinta:

- Noventa y seis, noventa y siete, ¡noventa y ocho! –concluye el albañil, triunfal y desafiante. Pero la cajera no rinde armas, escanea el grupillo de monedas con mirada profesional y concluye tajante:

 - No tengo yo ese sentimiento –así dice, no tengo yo ese sentimiento.

Y vuelta a empezar. A mi espalada un grupo desquiciado de amas de casa me golpea los riñones sin clemencia con los carritos de la compra. Pasan los minutos y el abrazo en el que sujeto con mimo el tomate embotado y las turgentes lechugas comienza a flaquear. Me giró en redondo, desmayado, abandonando la compra en el carro de mi  estupefacta enemiga de trinchera.  Huyo empavorecido del autoservicio, decidido a convertir este episodio endiablado en mero recuerdo.

Y aquí estoy, en el refugio de mi escritorio, conjurando con estas líneas extraviadas la burda emboscada de la que he sido objeto; arrepentido, una vez más, de asomarme a la luz de las callejuelas acechantes que rodean mi vivienda: un laberinto de incivilidad y embrutecimiento: el asedio orquestado del mundo todo, al que debo enfrentarme de tanto en cuanto empujado por las necesidades más elementales de subsistencia, que debo atender sin remedio.

Leo estos días la novela Allá Abajo de JK Huysmans y las evoluciones del estudioso Durtal, sosias del escritor, en el turbador submundo del satanismo. Envidia Durtal “la cueva aérea del buen Carhaix”, campanero parisino con el que el investigador comparte largas charlas metafísicas y ultraterrenas. “Una estancia suspendida entre las nubes –codicia Durtal-, en la que poder llevar la reparadora vida de los solitarios (…). Qué fabulosa felicidad –añade para si- sería la de existir apartado del tiempo y, cuando la marejada de la necedad humana viniera a estrellarse al pie de las torres, hojear aquí los viejos libros al resplandor atenuado de una lámpara”.