Caído en desgracia, el protagonista del Doktor Faustus de Thomas Mann,
Adrian Leverkhün, se amanceba con el Diablo para encontrar, en sus indagaciones
musicales, el lamento originario, el primer sonido vomitado al mundo desde la
caverna solitaria del hombre.
“…Y puede uno atreverse a
decir que toda expresión es lamento (…) El eco es esencialmente lamento, la
respuesta condolida de la naturaleza al hombre y a su intento de manifestar su
soledad”.
El músico, condenada su alma a las llamas eternas del infierno, adivina en el recurso de la armonía
musical, y en el descubrimiento de la perspectiva en la pintura, un ingenio
falaz del hombre, mero ardid, engañoso ilusionismo, “el colmo de la arrogancia
moderna”, describe, en la carrera suicida
de la especie hacia el fatal progreso.
Al fuego, pues, todos estos siglos de civilidad y de evolución
presuntas, pienso para mí. Al fuego el PhotoShop, la perspectiva cónico oblicua de
Brunelleschi, el diccionario de sinónimos y la Nintendo 3D; al fuego simetrías,
tornillos, lentes hiperfocales, píxeles e internet…Y al fuego, ya que estamos, los
paraguas negros, los deportistas que se atusan el pelo con gomina, los jueves y
los hombres del tiempo (cuando aciertan). Al fuego el peso de los recuerdos y
los calambres del espinazo. Al fuego nostalgias hueras y veleidades de
infinito; al fuego también todas las Termomix del planeta y los partes médicos
(cuando aciertan). Al fuego esa
tristeza que el tiempo le va cosiendo a uno a los ojos y los agujeros negros (que
todo lo amenazan)…
El amable lector disculpará que en la criba incendiaria aquí propuesta
se cuelen, escurridizos, los pequeños demonietes de quien escribe, ajenos, en
sustancia, a este argumento iluminado mío, a estas líneas que comenzaron,
decididas, con una clara intención de pedagogía universal y hondo compromiso
social, y que han acabado abandonadas a las flaquezas y debilidades sin número
de su dueño. El fuego es lo que tiene: difícil poner
un límite a las flameantes llamas de nuestra hoguera, una vez iniciada su danza
devoradora.
Retornar, pues, desnudos,
a la caverna, saltando de piedra en piedra, sin más discurso que el lamento
gutural de un simio enojado y la temblequeante luz de nuestra antorcha como guía.
Dibujar, así, la raíz primera de nuestros sueños ya olvidados, el trazo
sanguinolento con el que el hombre marcaba sobre la piedra el mapa de sus
temores y de sus alegrías primeras en el inicio del inicio de los tiempos.