viernes, 3 de mayo de 2013


Paso la tarde en Internet, siguiendo el rastro luciferino que acompañó el alumbramiento del proceso fotográfico, acumulando pruebas para delatar la presencia del Maligno y los orígenes oscuros de este ingenio contra natura que es la fotografía.  Cuenta la Wikipedia que en el s. XVIII el filósofo naturalista JH Schulze, intentando reproducir un experimento del alquimista alemán Balduino (nombre éste último de monje de novelón gótico), descubrió  la sensibilidad de las sales de plata a la luz.  

En su obsesión por hallar la sustancia universal luminiscente, ¡el weltergeist!, Balduino habría descubierto un siglo antes  el fósforo, con lo que no sería exagerado suponer que, en su fáustico coqueteo con el gobierno de la luz, el  temerario alquimista bien  pudo dejarse el alma en el camino. El propio Shculze, un siglo después, recreando el prometeico experimento (y desafiando, en su empeño, al cielo todo), utilizó accidentalmente agua regia contaminada con trazas de plata, lo que provocó el sorprendente ennegrecimiento del residuo obtenido, una vez expuesto éste a la luz. Sculze bautizaría  este umbroso y decepcionante remedo de fósforo con el latinajo  de Scotophorus, “generador de oscuridad”, en oposición al codiciado Phosphorus o “generador de luz”. Quedaba, así, demostrada la fotosensibilidad de las sales de plata, y expedito el camino a la captura de la realidad mediante la resina argéntica, pegajoso señuelo éste con el que hemos impregnando durante siglo y medio los negativos y placas de nuestras cámaras analógicas, cazando por las patuelas a los huidizos fotones que dibujan con sus chispazos y fosforescencias esta realidad absurda nuestra.