Mis intentos de civilizar a la vecina del segundo han resultado un
fracaso –los sonetos de Shakespeare prestados hace unos meses, y eso-. Estos días adivinaba yo desde la calle,
no sin alarma, una rígida silueta dibujada tras las cortinas de su ventanal. Una
figura inmóvil y temblequeante se perfilaba en una línea de trémula veladura,
figurándoseme el espectro redivivo
de L. sujetando lo que parecía un fusil de repetición o un amenazante bate de
béisbol.
La vecina me explicaba esta mañana en la escalera, en un susurro
furtivo, su firme decisión de acabar con la plaga de palomas que infesta nuestro
callejón, para lo que ha tomado prestada la carabina a su sobrino.
Lo cierto es que, salvado el engañoso arrullo en mi ventana con el
que despierto todas las mañanas, los animaluchos han anegado fachadas y aceras
de una inmundicia rocosa y acidulante con la que tropiezan abuelos y niños inocentes; el carrito mismo de la
compra se ha vuelto inmanejable en un pavimento arruinado por las deposiciones
salvajes e incontroladas de esta marabunta voladora, y el portón de nuestro
edificio amanece muchas mañanas sellado al marco por el engrudo endurecido de las deyecciones
infames.
“Ya van siete –se congratulaba la vecina- y, aunque hay veces que no
las veo, sé que siguen ahí”.
Queda explicado, por otro lado, el enigmático graffiti cuyo dibujo he
visto aumentar misteriosamente día a día en la fachada de enfrente, la mezcla
insensata de punteaduras, desconchados y algún que otro manchurrón
sanguinolento –por no hablar de los plumoncillos sin dueño, repartidos por todo
el suelo, y que yo atribuía, en mi desconcierto, al extravío lisérgico y
nocturno de algún adolescente descerebrado-.