Se despertaba con la luz del primer rayo, el fuego ya consumido y el
polvo de la tierra seca bailando en círculos con los primeros vientos. En el
horizonte asomaba el segmento ya familiar, la misma línea de colusión entre
cielo y tierra que un día más –y ya no recordaba cuántos- se proponía sortear.
En las noches largas del desierto soñaba con su baile ingrávido sobre una
nueva orilla, con un exilio liberador que pusiera fin a la porfía agotadora de
sus recuerdos y al peso insostenible de sus nostalgias. Durante el día avanzaba
a empellones, con pasos fugitivos y la mirada extraviada en la llanura ignota,
decidido a consumar el salto final que no llegaba nunca.
No es fácil señalar el momento –ya se sabe, el desierto es pródigo en
espejismos y puede voltear el tiempo como a un niño, confundir las esperanzas con los recuerdos o
advenir a capricho cualquier olvido-, pero lo cierto es que, un buen día, el
perseguido listón entre cielo y tierra, tenaz en su lejanía irreductible,
comenzó a alargarse en el horizonte hasta rodear a nuestro protagonista en un
desconcertante abrazo. Girando sobre sí mismo, trastabillante, se adivinó, con
un escalofrío, condenado al centro de un círculo que lo acompañaba allá donde
fuera. Caminó, así, durante días, adumbrado por su sombra temblorosa en el
suelo y con la nuca arrugada bajo
un sol implacable. Se sentía ahora
una mota atrapada en la pesadilla de un geómetra sin escrúpulos, el esclavo de un espacio del que se había
pensado dueño indiscutible –pobre ingenuo- y que lo sometía ahora al yugo de
un collar infinito. Fueron abandonándole las energías hasta que un buen día (sí,
lector avezado, esta parábola incluye dos jornadas de cruel fortuna),
congelado el paso,
decidió, en ese mismo punto,
suspendido en su nueva certidumbre,
trazar una cruz
y encender un último fuego
en el que ardería un destino,
el suyo,
ya ceniza.