sábado, 16 de marzo de 2013
Acompaña su inspección emitiendo unos chasquidos metálicos,
recorriendo la maqueta de mi libro con la avidez de un gigantesco insecto
reduciendo a su presa. Una fina línea de rebaba blanquecina se dibuja en el
contorno de su boca, por la que asoman, podría jurarlo, unos queliceros negros
y repugnantes.
- Joven –me espeta- la fotografía del edificio debería preceder a la
de la rosa.
El académico acompaña sus palabras trazando entusiasmado una gigantesca
flecha roja sobre la imagen y continúa, descontrolado, poblando
la maqueta de grafismos alocados. Atiendo, incrédulo, a la transformación de mi
libro querido, convertido en un instante en el croquis extraviado de un geómetra
demente: un palimpsesto
ininteligible emborronado de admoniciones sanguinolentas y tachaduras sin
sentido. Es entonces cuando el estudioso levanta la vista y concluye:
- ¡Y no veo sitio
para mi prrrrrrólogo!
Congelado por el pánico, arrebato al facultativo mi
maqueta que, atrapada en sus enormes garras de insecto-inspector, se deshoja
en un cruel lamento. Saca entonces del cajón de la mesilla un pesado revólver, que
coloca con un teatral palmetazo sobre la mesa, al tiempo que extrae una
estrella dorada de cinco puntas que prende con solemnidad en su batín de
licenciado.
-¡Ajá! ¡Todo aclarado! ¡Disculpe el malentendido, joven! ¿Cómo iba
usted a reconocerme sin la estrellita? – explica, clavándome sus ojos
circulares y predatorios, aumentada su hipnótica redondez por las gruesas
lentes mientras se señala la metálica
condecoración de la solapa con leves golpecillos de su dedo índice.
“¡Soy comisario! –añade con
falsa jovialidad-. Sepa usted, joven -continúa solemne- que he fraguado mi
criterio incontrovertible -así me dice, incontrovertible-
en la lectura de los más altos
intelectuales de la materia: he leído a Baudillard; Walter Benjamín y Susan Sontag
no tienen secretos para mí; en John Berger, ¡querido John!, he encontrado
siempre un firme aliado de mis certeras y semióticas conclusiones... Puede
usted estar seguro, joven, de que tiene delante a una de las más destacadas
autoridades en el proceloso mundo del arte
visual contemporáneo y, modestia aparte, a uno de los más agudos críticos
en la abnegada tarea para el descubrimiento
-así dice, descubrimiento- ¡de jóvenes-talentos-emerrrrgentes! “.
El autoproclamado comisario grita ahora incontrolado, nubladas las
lentes de sus gafas por los salivazos con los que exhibe sus lecturas de
facultad. La palabra tautología, que repite
sin descanso, martillea mis sienes
sin piedad. Me incorporo lentamente, refugiado del aguacero académico por la
maqueta descompuesta, que utilizo de escudo al tiempo que encaro la puerta.
Alcanzo el pasillo e inició mi torpe huida con el comisario enloquecido desgarrándose
a mi espalda la bata, al modo de un supervillano, exhibiendo el torso velludo y coriáceo de un arácnido
mutante.
- ¡Y mi nombre es Lorrrrrrenzo el Magnífico! –grita sobre mi hombro.
Vuela con su aullido la
dorada estrella que, rozándome la oreja, se clava en la pared con un
tintineo metálico y asesino. Una puerta entornada, que confundo con la salida,
me descubre una montaña informe de cadáveres: en la nuca de cada uno de los
cuerpos apilados asoma el metal homicida de una estrella de cinco puntas.
“¡La despensa alimentaria
del Mutante Lorenzo!” -pienso para mí, mientras contemplo, espantado, la montaña
informe de artistas visuales contemporáneos
apilados unos sobre otros, reducidos sus cuerpos sin vida a la pútrida refacción
del comisario asesino, que alimenta su ego hipertrofiado, sigo pensando para mí,
con los humores extraídos a sus víctimas-.
De un salto gano la salida y me precipito al exterior, a la salvífica
luz del día, en cuyo abrazo me abandono al tiempo que de la madriguera
penumbrosa y mefítica que he dejado atrás, de la turbia sentina en la que anida
este comisario mutante devorautores,
escapa una última amenaza:
-¡Luz y composición, joven! ¡Luz y composición! ¡El resto son
zarrrrrandajas!
lunes, 4 de marzo de 2013
Se despertaba con la luz del primer rayo, el fuego ya consumido y el
polvo de la tierra seca bailando en círculos con los primeros vientos. En el
horizonte asomaba el segmento ya familiar, la misma línea de colusión entre
cielo y tierra que un día más –y ya no recordaba cuántos- se proponía sortear.
En las noches largas del desierto soñaba con su baile ingrávido sobre una
nueva orilla, con un exilio liberador que pusiera fin a la porfía agotadora de
sus recuerdos y al peso insostenible de sus nostalgias. Durante el día avanzaba
a empellones, con pasos fugitivos y la mirada extraviada en la llanura ignota,
decidido a consumar el salto final que no llegaba nunca.
No es fácil señalar el momento –ya se sabe, el desierto es pródigo en
espejismos y puede voltear el tiempo como a un niño, confundir las esperanzas con los recuerdos o
advenir a capricho cualquier olvido-, pero lo cierto es que, un buen día, el
perseguido listón entre cielo y tierra, tenaz en su lejanía irreductible,
comenzó a alargarse en el horizonte hasta rodear a nuestro protagonista en un
desconcertante abrazo. Girando sobre sí mismo, trastabillante, se adivinó, con
un escalofrío, condenado al centro de un círculo que lo acompañaba allá donde
fuera. Caminó, así, durante días, adumbrado por su sombra temblorosa en el
suelo y con la nuca arrugada bajo
un sol implacable. Se sentía ahora
una mota atrapada en la pesadilla de un geómetra sin escrúpulos, el esclavo de un espacio del que se había
pensado dueño indiscutible –pobre ingenuo- y que lo sometía ahora al yugo de
un collar infinito. Fueron abandonándole las energías hasta que un buen día (sí,
lector avezado, esta parábola incluye dos jornadas de cruel fortuna),
congelado el paso,
decidió, en ese mismo punto,
suspendido en su nueva certidumbre,
trazar una cruz
y encender un último fuego
en el que ardería un destino,
el suyo,
ya ceniza.