domingo, 24 de febrero de 2013





lunes, 18 de febrero de 2013


Expira el día en el ventanuco de mi escritorio con el negro horizonte devorando un cielo amoratado y exangüe. Un par de nubecillas contestonas mantienen su pálido aleteo antes del inevitable apagón. Está escrito que todo es más bello porque tiene un final, lo que no impide una cierta irritación contra el cielo todo. Del ilustre Papini ya quedó copiada su aversión a un mundo contrario a cualquier dirección, y la inclinación del escritor, más que entendible, a la carrera de diablo, impedido el gobierno sobre la tierra. Este despecho suyo, que comparto enteramente, bien podría precipitarme a una escalada insensata de delitos y extravíos de todo tipo. Tiembla realidad. Tiembla fatua sociedad con tu falso tejido de orden mojigato. De momento, y antes de abandonarme a  una galopada de supervillano antisistema, quede en prueba de mi rebeldía y desacato la arrugada bola de papel a la que condeno estas líneas inconscientes y descalabradas.

jueves, 14 de febrero de 2013


Oh, tú, Escitalopram, enséñame el camino. Que el ingenio de tu química recomponga los pedazos dispersos de mi Yo aturdido.  Restablece en mi sesera agostada los niveles justos de serotonina, y que el manto de tu beatífica caricia me devuelva a la vereda del júbilo y de la esperanza, y me aleje por siempre de la senda injuriosa del extravío.

domingo, 10 de febrero de 2013


La medicación prescrita tiene nombre de conquistador iranio: Escitalopram. El folleto profetiza un aumento de los niveles de serotonina y el final del desánimo en unas cuantas semanas, aunque advierte de un posible “cambio de ideas poco común, chirriar de dientes o alucinaciones ocasionales”, entre sus múltiples efectos secundarios. De los fermentos de este fármaco milagroso, y de la agotada crisálida de mi anterior identidad, pienso para mí, surgirá un nuevo Mr. Hyde. Tiembla civilización.

La Wikipedia describe a los escitas como arqueros y jinetes consumados. De barbas asalvajadas, violentos y militarizados, se ceñían firmemente el cinturón para combatir el hambre en sus largas travesías por las estepas  euroasiáticas. En las batallas aparecían tocados con gigantescas cornamentas y el cuerpo enteramente tatuado, para espanto del enemigo, del que conservaban la cabellera como souvenir y el cráneo como vaso. En el siglo VI a.c. esta tribu camorrista y pendenciera llegó a ocupar los 6.000kms. que separan Hungría de Manchuria; y en el 514 a.c. rechazaron ni más ni menos que al irreductible Darío I, cuando marchaba a la cabeza de un ejército de conquista de 700.000 aqueménidas: “…aterrorizaron a los persas mediante lluvias de flechas que desorganizaron sus filas,  atacándolos ferozmente a caballo”. La hoja de la espada escita, añade puntillosa la wikipedia, medía 70 cms.

Entre la nómina de escitas célebres, descubro con sorpresa a un nuevo Gog, rey de Magog,  personaje  seducido por Satanás –describe el Apocalipsis- tras liberarse éste de su prisión milenaria y conminado, de otro lado, por el Señor, a través del profeta Ezequeil, a librar una guerra contra Israel. Las instrucciones que le traslada Dios a Ezequiel, para persuadir a Gog, son todo menos diplomáticas: “Tu dirás: Así el Señor: Aquí estoy contra ti, Gog, príncipe supremo de Masac y Tubal…Yo te haré volver. Te pondré garfios en las mandíbulas y te haré salir con todo tu ejército” (Libro de Ezequiel, Cap.38). Con lo que el incauto y bíblico Gog, engatusado primero por Satanás, se vio posteriormente arrastrado (la quijada engarfiada, literalmente) por Dios mismo a la guerra contra los israelitas, para ser luego atormentado con una lluvia interminable  de tortuosas revanchas celestiales, como bien describe nuestro iracundo Dios al iluminado Ezequiel: “Convocaré contra Gog toda clase de terrores...Le haré rendir cuentas por medio de la peste y de la sangre […]Temblarán ante mi los peces del mar” –continúa, incontrolado, el Señor- “los pájaros del cielo, todos los reptiles que se arrastran por el suelo y todos los hombres que hay sobre la faz de la tierra” (Libro de Ezequiel Cap.38).


Por su parte, el millonario  viajero Goggins de Giovanni Papinni, ya mencionado, frente al embate incontrolado de mar y tierra, cederá a su vez, de igual modo, a la tentación del Demonio: “…El hecho es que me siento extranjero en todas partes, y mortificado.” -explica Gog-  “La Tierra es un puñado de estiércol resecado y de orina verde…Para mí desearía algo más, ser el Cosmocrator supremo, el director de la vida universal, el ingeniero jefe del teatro del mundo, el gran prestidigitador de la tierra y de los mares –esta sería mi verdadera vocación-. Pero no pudiendo ser Demiurgo, la carrera de demonio es la única que no deshonra a un hombre que no forma parte del rebaño”. 




lunes, 4 de febrero de 2013


Me recibe en el trono de su consulta, administrando los silencios como un jerarca a su vasallo. Rendido el orgullo, voy soltando pequeños extravíos que la psiquiatra transcribe con aplicación en su ordenador: que si la autoestima, que si mi frágil sueño, etcétera. Al listado de mis protestas añado también la persistencia monótona del cielo todo, ya que estamos; y el compás inaprensible del Tiempo, con sus histéricos acelerones o su plúmbea morosidad; también denuncio el cúmulo inmanejable de falsos recuerdos verdaderos, el jarabe mareante de instantes, quién sabe si  inventados, que voy archivando entre las paredes de mi cráneo exhausto. Confieso igualmente el  deseo, así le digo, el deseo, añado,  de ajustar mejor el foco de mi “yo” vagaroso y aturdido (como mi propia sombra, aclaro, a la que envidio la precisión de sus contornos, su baile infatigable y el desparpajo de cada uno de sus movimientos). Vengo a reclamar, concluyo, un certificado de mi existencia e individualidad: la constancia científica e irrefutable, así le digo, científica e irrefutable, ¡de que yo soy yo!.

La doctora responde a mis intervenciones con un silencio obtuso, de manual de facultad, pienso para mí. Incómodo con todo el boato del consultorio médico (el martilleo insufrible del teclado, los diplomas y certificados exhibidos en  la pared como cabezas de venado momificadas, el plástico rebrillante de las plantas cegando la escasa luz de la ventana y envolviendo la habitación en una penumbra asfixiante, como de seminario mustio...), decido  sacar mi libreta y, puesto en pie, resumir a la doctora, con las palabras del ilustre Gog de Pappini, la sustancia última de todos mis temores:

- “ ¿Y si la única cosa que creemos verdaderamente nuestra –el Yo –leo en voz alta a la facultativa, congelada en su asiento por el pasmo- fuera tal vez, como todo lo demás, un simple reflejo, una alucinación del orgullo?”…