martes, 15 de enero de 2013
jueves, 10 de enero de 2013
En el exterior de este centro comercial el cielo se extiende en toda
su geometría sobre el asfalto del parking. Devoro una hamburguesa emborronando,
al tiempo, la libreta, con mi escritura dispersa y aturdida, aleteando como un pajarete abismado sobre el blanco ígneo y cegador de la hoja. La
cristalera tamiza la luz del sol que envuelve en una grisura verdeamarilla mi
escritorio improvisado. Del otro lado del ventanal bailan silenciosos los arbustos al
compás de un viento invisible. Valéry criticaba de Pascal su incapacidad para “saber
mirar, es decir, olvidar los nombres de las cosas que se ven”. El acto de
contemplar bien podría ser esto, me digo, hipnotizado ahora por la callada danza de los hierbajos, dejar de aguijonear la realidad con
palabras que nada explican, colgar los guantes de este combate inútil y ceder a
la danza solazada... Para la filosofía védica, todo aquel que se eleva a través
del conocimiento destruye el bienestar del cielo. Dejemos, pues, a los dioses
acechantes, que todo lo vigilan, tranquilos en su refugio aéreo.
Detengo mi escritura y observo
el dibujo de las nubes sobre el mar celeste, el goteo de los coches
salpicados por el aparcamiento semivacío. Las
dependientas de esta cadena de comida rápida, tocadas con viseras de golfista,
barren los desperdicios entre las mesas con el silencio cómplice de una coreografía muda. Explicaba
Goethe que en cada cosa encontramos siempre una analogía de todo lo que existe
y que por eso “lo que existe se nos aparece siempre al mismo tiempo aislado y
entrelazado”. Bajo la campana de este firmamento infinito de extrarradio, donde
todo parece suspendido en el tiempo, cerrada la libreta, me sobreviene un repentino deseo de
silbar.
lunes, 7 de enero de 2013
El espejo me enfrenta a un desconocido en el que apenas encuentro
rastro de mi persona. Del otro lado del cristal, una especie de Iggy
Pop me observa circunspecto y resacoso, los ojos aureolados por pesadas sombras
negruzcas, magentosas por momentos y, aunque parezca increíble -pienso para mí,
acercándome, incrédulo, al espejo-, amarillas en los bordes mismos.
Todo ocurrió muy rápido. En la salida de una rotonda un vehículo
negro, grande y ultratecnificado, intentó adelantarme por la derecha. Un homúnculo subhumano encorbatado, todo aspavientos, me increpaba del peor modo en el retrovisor, asomando apenas la nariz por encima del volante. Del
sobresalto inicial pasé al enojo y en el primer semáforo decidí apearme del
coche -error fatal- y reclamar a mi atacante una explicación a su temeridad
suicida.
No recuerdo los golpes, tan sólo la imagen vaporosa de una especie de
harterófilo con piernecillas de costurera esclerótica, y la humillante garra de
su mano en mi cuello, repartidas ya las tortas, devolviéndome a mi asiento de
un empujón.
De este modo, con la nariz clavada a los sesos y ciegos los ojos por
el dolor y las lágrimas, conduje, como pude, al refugio de mi hogar. Mal
medido, venía diciéndome en el límite de la inconsciencia, mal medido, así decía
para mí.
Sobre el término homúnculo, leo en la wikipedia que se utiliza,
igualmente, aplicado a “una de las principales teorías sobre el origen de la
conciencia”, señalando con esta palabra
una parte concreta del cerebro cuyo cometido sería el de ser “tú”.
Y aquí estoy, desdoblada mi conciencia por los golpes de un orangután
con desvío hormonal, preguntándole al extraño que tengo enfrente de mi quién diablos
soy, sin obtener más respuesta que el silencio pétreo de esta esfinge gótica y
aturdida que me contempla ojerosa desde el espejo, desnuda como un molusquillo
fuera de sus valvas.