miércoles, 26 de diciembre de 2012


Viajo en tren a Munich. En el asiento contiguo una pareja española de recién casados juega a las cartas con aplicación. Han estado planificando su estancia en la ciudad alemana minuto a minuto, con el celo y la precisión de dos asaltadores de bancos. El programa incluía la compra de un paraguas que el novio ha sugerido con fogosa excitación. Ella  ha aplaudido la ocurrencia con suaves palmaditas, diciendo que la idea la “rechifloteaba”, así ha dicho: qué idea más buena, me rechiflotea. A la programación inicial de su viaje, jovial y cascabelera, ha sucedido el tenso silencio de la partida de naipes, roto ocasionalmente por algún murmullo velado. Finalmente élla ha estallado, todo arrebol, recriminando a su pareja el guardarse ladinamente los reyes, así le ha dicho: es que sé que te guardas los reyes.

Espantado por el súbito revuelo doméstico, me refugio, anónimo, en el paisaje que se ve desde la ventanilla. Con la cadencia de una sinfonía muda se suceden las casas de tejados apuntados y escamas de pizarra negra; aparece también, de tanto en cuanto, algún palacete con su lago desplegado en la amplia y verdísima llanada. El teatro perfecto para una batalla de príncipes y dragones, pienso para mí.

Lo que me recuerda un concierto al que asistí hace unos días en un teatro de Salzburgo, y que atendí incomodado hasta el ahogo por mi compañero de asiento, un gigantón sexagenario, una montaña trajeada de franela verde con las rodillas bien separadas, que palmoteaba al compás de la música con la complacencia de un cazador de osos después de abatir a su presa. Arrinconado en mi asiento, descubrí, del otro lado de la colina humana, a una mujer menuda, reprimida igualmente en su butaca, las dos manos aferradas al bolso y la mirada congelada en el escenario. Escuchábamos el Requiem de Mozart, lo que encendía aún más, si cabe, el fervor patrio del guardabosques salzburgués, que acompañó el final de un aria con un palmetazo satisfecho en la pantorrilla de la que, pude confirmar con horror, resultó ser su señora. En la desfachatez del gesto vislumbré, en toda su luz, al cavernícola sanguinario que tenía a mi lado.

El propio Mozart, bien que genio musical (y explorador infatigable de las dobleces y requiebros del amor y el adventicio deseo) no fue un dechado, precisamente, de virtudes maritales. Una carta de 1790 dirigida a su mujer Konstanze (a quien sospechaba entregada a un lúbrico enredo con el alumno N.N.) comienza con un conminatorio “Mi querida mujercita, quiero hablarte con toda franqueza…”. El compositor, luego de desear a su cónyuge una pronta mejora de su pie –de cuya intrigante afección el lector morboso no encuentra más pistas- añade, sin solución de continuidad, las siguientes palabras: “desearía que no te comportaras de un modo tan ordinario (…) Recuerda que en una ocasión me confesaste tú misma que cedías fácilmente (…) Sé alegre, risueña y amable conmigo (...) y ten por seguro” –concluye con calculada pedagogía-  “que sólo el comportamiento sensato de una mujer puede atar a un hombre. Adiós, mañana te abrazaré  de corazón.”
                                                                                
La pareja enciscada del vagón ha vuelto, entretanto, al redil del amor. Sobre la mesilla, en la que no queda rastro alguno de la baraja incendiaria, descansan ahora con arrobo sus manos entrelazadas. Élla emite unos gorgoritos felinos adormeciendo a su víctima antes del asalto final.