Conminado Moisés por la zarza ardiente a liberar al
pueblo judío de la contumacia y opresión egipcias, le reclama éste al arbusto,
juiciosamente, que se identifique: “Si ellos me preguntaren ¿cúal es su
nombre?, ¿qué les respondere?” A lo que Dios contestó con un lacónico: “Yo soy
el que soy”. De modo que, según el pasaje del Éxodo, pienso para mí, nuestro
propio Dios bíblico recurrió a la palabra como fórmula de identificación
personal, abriendo con ello las puertas a toda la cantinela alborotada y
sordomuda con la que alimento este diario incauto, toda la avalancha
verborreica y milenaria con la que el hombre ha ido ahogando de ruido al mundo,
en la falsa ilusión de explicarse a sí mismo y de alumbrar a las estrellas
todas .
Agotada la palabra, reducida a letra muerta y fósil, parece ahora
llegado el turno de la imagen: el hombre, desatado, ha comenzado a reproducir
la realidad con facsímiles visuales que pueblan a millones calles y redes
internaúticas, con la misma esperanza obtusa y descerebrada de penetrar lo
impenetrable. Crece, así, incontenible, el limo visual sobre el que la especie
va desaguando sus ilusiones vanas. En el final de los tiempos, consumidos el recurso
del fuego y la palabra, Moisés no tendrá más remedio que aceptar el espejismo
del que nos hizo víctimas a todos. La zarza del fuego eterno dejó de arder y
ninguna sentencia, ni máxima iluminadora, quebró el sabio silencio del
desierto. Una mala tarde la tiene cualquiera.