jueves, 25 de octubre de 2012


Conminado Moisés por la zarza ardiente a liberar al pueblo judío de la contumacia y opresión egipcias, le reclama éste al arbusto, juiciosamente, que se identifique: “Si ellos me preguntaren ¿cúal es su nombre?, ¿qué les respondere?” A lo que Dios contestó con un lacónico: “Yo soy el que soy”. De modo que, según el pasaje del Éxodo, pienso para mí, nuestro propio Dios bíblico recurrió a la palabra como fórmula de identificación personal, abriendo con ello las puertas a toda la cantinela alborotada y sordomuda con la que alimento este diario incauto, toda la avalancha verborreica y milenaria con la que el hombre ha ido ahogando de ruido al mundo, en la falsa ilusión de explicarse a sí mismo y de alumbrar a las estrellas todas .

Agotada la palabra, reducida a letra muerta y fósil, parece ahora llegado el turno de la imagen: el hombre, desatado, ha comenzado a reproducir la realidad con facsímiles visuales que pueblan a millones calles y redes internaúticas, con la misma esperanza obtusa y descerebrada de penetrar lo impenetrable. Crece, así, incontenible, el limo visual sobre el que la especie va desaguando sus ilusiones vanas. En el final de los tiempos, consumidos el recurso del fuego y la palabra, Moisés no tendrá más remedio que aceptar el espejismo del que nos hizo víctimas a todos. La zarza del fuego eterno dejó de arder y ninguna sentencia, ni máxima iluminadora, quebró el sabio silencio del desierto. Una mala tarde la tiene cualquiera.