jueves, 25 de octubre de 2012
Conminado Moisés por la zarza ardiente a liberar al
pueblo judío de la contumacia y opresión egipcias, le reclama éste al arbusto,
juiciosamente, que se identifique: “Si ellos me preguntaren ¿cúal es su
nombre?, ¿qué les respondere?” A lo que Dios contestó con un lacónico: “Yo soy
el que soy”. De modo que, según el pasaje del Éxodo, pienso para mí, nuestro
propio Dios bíblico recurrió a la palabra como fórmula de identificación
personal, abriendo con ello las puertas a toda la cantinela alborotada y
sordomuda con la que alimento este diario incauto, toda la avalancha
verborreica y milenaria con la que el hombre ha ido ahogando de ruido al mundo,
en la falsa ilusión de explicarse a sí mismo y de alumbrar a las estrellas
todas .
Agotada la palabra, reducida a letra muerta y fósil, parece ahora
llegado el turno de la imagen: el hombre, desatado, ha comenzado a reproducir
la realidad con facsímiles visuales que pueblan a millones calles y redes
internaúticas, con la misma esperanza obtusa y descerebrada de penetrar lo
impenetrable. Crece, así, incontenible, el limo visual sobre el que la especie
va desaguando sus ilusiones vanas. En el final de los tiempos, consumidos el recurso
del fuego y la palabra, Moisés no tendrá más remedio que aceptar el espejismo
del que nos hizo víctimas a todos. La zarza del fuego eterno dejó de arder y
ninguna sentencia, ni máxima iluminadora, quebró el sabio silencio del
desierto. Una mala tarde la tiene cualquiera.
lunes, 15 de octubre de 2012
martes, 9 de octubre de 2012
Corro
bajo la atenta mirada del cancerbero barbado, encaramado en su promontorio como
el capitán Ahab en la proa del Pequod. A la salida de la curva, recibo
un empellón entre los omoplatos que me tumba sobre la pista. Bocabajo, sin
apenas aliento, la mejilla pegada al piso, veo descender la colina, con
agilidad inverosímil, al custodio de esta pista deportiva. En el frenesí de su
carrera no hay rastro alguno de la habitual cojera. Se acerca ahora con pasos
lentos, posa jactancioso su botón ortopédico en mi cara y aferra con su enorme
manaza el asta del tridente, clavado a mi espalda con firmeza insólita. Me
inquiere, melifluo, sobre la pertinencia de mis carreras diarias en su pista de
atletismo, así dice, mi pista de atletismo. Yo intento responder con la
mayor educación pero la falta de aire en mis pulmones ahoga todas las
respuestas. Acuclillado sobre mi rostro, palmoteándome ahora la mejilla, el
jardinero continúa su interrogatorio: me pregunta, no sin ironía, si, a mi
juicio, podré caminar en un futuro sin dificultad, no debe ser fácil, añade,
andar por ahí con la espalda atravesada por este “tenedor”. Mientras ríe su
ocurrencia, yo procuro restar importancia a lo que estoy seguro, así le digo,
estoy totalmente seguro, no ha sido otra cosa que un accidente. Consigo de algún
modo apoyar el codo en el suelo y recuperar algo de aliento; en esta postura
ridícula, de odalisca abatida, de sirenilla trinchada y expuesta al cielo, con
el asta del gigantesco espetón descansando parcialmente en el pavimento, la
charla cobra un giro más cordial. El jardinero, todavía en cuclillas, ha
encendido un cigarrillo. Yo río sus comentarios y mantengo como puedo un aire
de feliz casualidad, a pesar de mi espalda dolorosamente taladrada.
Caminamos
ahora fuera del estadio, inclino el torso hacia adelante y me llevo las manos a
los riñones, para compensar el peso del tridente que baila en mi espalda al
compás de cada uno de mis pasos. Ahab ha recuperado la cojera, sobre cuyo
fingimiento ya no tengo una conclusión clara. Tal vez, me digo, ha vuelto a
cojear en atención a mi lamentable situación y en el calor de esta amistad, pienso para mí, que en el más breve tiempo parece estar sellándose de un modo indeleble, .
Bebemos
ahora un par de cervezas sentados a una diminuta mesa. La pared a mi espalda
empuja dolorosamente el espetón y me obliga a sorber inclinado sobre la jarra.
Mi compañero saborea su bebida en la comodidad de su asiento, erguido el torso
prominente, una mano sobre la
rodilla y la otra cubriendo la jarra de cerveza, que desparece en su enorme
garra. Ha vuelto a escrutarme, glacial, inspeccionándome de arriba abajo como
un cazador a su presa. En un oscuro rincón distingo a la propietaria de la tabernucha que descansa, autoritaria,
una mano sobre el mostrador y farfulla un palabreo ininteligible sin quitarme,
igualmente, los ojos de encima. Ahab parece entenderle, asintiendo sarcástico a
sus admoniciones secas con suaves golpes de la barbilla. Su rostro abotargado y la barba amarillenta me
producen una creciente repugnancia, que procuro disimular.
Empujado
por el miedo y la náusea,
me deslizo con la mayor discreción a un ventanal abierto al vacío, incómodo por
el ronroneo inarticulado de la tabernera, cuyo rostro velado por la sombra no
consigo adivinar. El ballenero, inflados los párpados y la boca entreabierta,
parece abandonado a un sueño injustificable, así le digo, encaramado ya en el
vano del ventanal, “no encuentro justificación a su repentina inconsciencia,
su desprecio -así le digo, desprecio, continúo envalentonado- a mi persona, a una relación en la que, personalmente, tenía
depositadas muchas esperanzas. Y debo añadir, sin más demora que el lanzazo del
que he sido objeto, y que he puesto todo mi empeño en ignorar, duele
enormemente, ¡enormemente! –vuelvo a insistir-. Prefiero, por todo lo dicho,
abandonar una situación en la que, con franqueza, no me encuentro nada a gusto”.
Es
entonces cuando concentro la mirada en el vacío a mis pies; el espetón cabecea
en mi espalada, obligándome a un bailoteo ridículo de equilibrista timorato.
Vencido finalmente por la gravedad me dejo caer en una extraña nube de luz
blanca por la que nado ingrávido, braceando desconcertado en espera del fatal
impacto, que no llega nunca.
Despierto
bocabajo, mordisqueando las sábanas en un forcejeo insensato. Un mar de
oscuridad impenetrable me rodea. En un rincón de la habitación me sorprende el
balbuceo invisible y animal de la tabernera que desde el sueño ha cruzado,
intrusa, el umbral de mi vigilia. Del sobresalto paso a la indignación, y de la
indignación a una aguda punzada en la espalda que estrangula mi llanto de
protesta y me descubre el tridente, todavía ensartado en la espalada y cuyo peso
me vence de costado. Así, en posición fetal, con una mano aferrada al asta, y
la cantinela cavernaria brotando de las sombras, me deslizo a la inconsciencia
del sueño. Alguien comienza a golpear con insistencia la puerta del dormitorio…