domingo, 30 de septiembre de 2012


Corro estos días rodeado de los personajes que se han ido colando en el decurso de este diario fraudulento. Han vuelto a la pista Marco Aurelio y la cantinerita. Después de varias semanas de aguaceros bíblicos, la incombustible pareja de ancianos ha salido al sol como los caracoles. Despojado el primero de su cabalgadura (y  visiblemente mermado tras el lapso estival), se arrastra por el circuito con pasos lentos e inseguros, los codos abiertos y la zancada quebrada y temblequeante. Élla ha sustituido su baño solar por unos tímidos auriculares; ovilla las piernas sobre la hamaca sin rastro alguno del desparpajo juvenil que exhibía, provocadora, antes del verano.

Me invade un súbito sentimiento de protección, de demiurgo preocupado por sus criaturas. Esta  flaqueza paternal me decide a unas breves líneas en las que resuelvo devolver al ciclista su velocípedo perdido: rueda ahora nuestro héroe, furioso, luciendo un deslumbrante  traje de lycra amarilla ceñido a su atlética anatomía; su compañera aplaude con alegría el torbellino de cada uno de sus giros, exhibiendo la escultura de sus piernas con animadas volteretas; en lo alto de la colina han detenido su maquinaria los dos jardineros mientras asoma a su espalda el mismísimo coro de la Abadía de Westminster con el aderezo aullante de unas trompetas celestiales; la pareja  se desliza por la pendiente con ágiles y expertas piruetas de baile, acompañando esta escena, colorista y vivificante, con una animada coplilla -de inclasificable métrica- que compondremos para la ocasión:

Yo no maldigo mi suerte
Porque jardinero nací.
Aunque me ronde la muerte
No tengo miedo al morir.
No me da envidia el banquero
Que de orgullo me llena,
Ser el mejor jardinero
De toda Sierra Morena
De toda Sierra Morena


(coro)

Ya has visto, Tiempo,
Que no todo lo devoras,
Que bailarines y corredores
Pueden vencer  tus horas.

Y, si no, mira a nuestro ciclista,
Amarilla llama sobre la pista;
O a su bella compañera,
Con piernas de quinceañera.

O a nuestros dos agrimensores
Que, con voces de tenores,
Descienden por la colina
Dando cuerpo a esta rima


(jardineros, bis)

Yo no maldigo mi suerte
Porque jardinero nací…


Estalla la pompa de este musical alucinado y caleidoscópico, reventado por la realidad inclemente. Cae el telón de la vida sobre los actores de mi teatro olímpico. Vuelve, en la lejanía, el ronroneo  aletargante de las podadoras y, con él, el trastabilleo descompuesto del ciclista jubilado, despojado nuevamente de su bicicleta. La cantinerita, ensimismada, descuida la carrera de su pareja y regresa, melancólica, al abrazo de la tumbona.