Viaje
relámpago a Milán para fotografiar a un célebre músico con el que paseamos por
el Duomo y alrededores. Trabajo con media docena de personas a mis espaldas que
fotografían, a su vez, la sesión, y me enseñan, felicitándose, las imágenes del
artista obtenidas en su móvil. Finalizado el trabajo, vapuleada mi autoría del
peor modo, arrastro como puedo mi ego desquiciado por el empedrado de la
ciudad. Voy en busca de la Piedad Rondanini, expuesta en el Castillo Sforzesco,
y de la que ya dejé constancia en alguna parte de este diario extraviado mío.
La talla, de planos secos y sin desbastar, informe y torturada, fue la última
obra regurgitada por Miguel Ángel, autor de autores, a golpes de puño y
cincel en los días previos a su
muerte, como testimonio, pienso para mí, de su enojo y rebeldía contra la
insuficiencia del mundo. La escultura emerge en la sala por encima del grupo
de visitantes que giran en torno a la pieza como autómatas aturdidos bajo una
esfinge. María asoma sobre la espalda del nazareno, fundidos los miembros de
las dos figuras en un abrazo delicuescente y trágico. Contemplo, absorto,
esta escena de muda desdicha, con el disco de cabezas de turistas rotando en torno al totémico
pedrusco como la pantomima de un lento desagüe de almas camino del Averno. Este pequeño carnaval batusi me lleva a pensar, no sin complacencia, que en el
final de los tiempos, terminado el baile, a falta de un suelo que pisar y sin
otro asidero para el hombre que el vapor de sus sueños incumplidos, quedará
reverberando entre las estrellas, como un eco infinito, este lamento patético
de nuestra presencia en el universo, esta herida inconsútil vomitada sobre el
mármol, labrado a zarpazos y marcado con los arañazos enrabietados de nuestra
indescifrable individualidad.