jueves, 13 de septiembre de 2012


Viaje relámpago a Milán para fotografiar a un célebre músico con el que paseamos por el Duomo y alrededores. Trabajo con media docena de personas a mis espaldas que fotografían, a su vez, la sesión, y me enseñan, felicitándose, las imágenes del artista obtenidas en su móvil. Finalizado el trabajo, vapuleada mi autoría del peor modo, arrastro como puedo mi ego desquiciado por el empedrado de la ciudad. Voy en busca de la Piedad Rondanini, expuesta en el Castillo Sforzesco, y de la que ya dejé constancia en alguna parte de este diario extraviado mío. La talla, de planos secos y sin desbastar, informe y torturada, fue la última obra regurgitada por Miguel Ángel, autor de autores, a golpes de puño y cincel  en los días previos a su muerte, como testimonio, pienso para mí, de su enojo y rebeldía contra la insuficiencia del mundo. La escultura emerge en la sala por encima del grupo de visitantes que giran en torno a la pieza como autómatas aturdidos bajo una esfinge. María asoma sobre la espalda del nazareno, fundidos los miembros de las dos figuras en un abrazo delicuescente y trágico. Contemplo, absorto, esta escena de muda desdicha, con el disco de cabezas de turistas rotando en torno al totémico pedrusco como la pantomima de un lento desagüe de almas camino del Averno. Este pequeño carnaval batusi me lleva a pensar, no sin complacencia, que en el final de los tiempos, terminado el baile, a falta de un suelo que pisar y sin otro asidero para el hombre que el vapor de sus sueños incumplidos, quedará reverberando entre las estrellas, como un eco infinito, este lamento patético de nuestra presencia en el universo, esta herida inconsútil vomitada sobre el mármol, labrado a zarpazos y marcado con los arañazos enrabietados de nuestra indescifrable individualidad.