Corro estos días
rodeado de los personajes que se han ido colando en el decurso de este diario
fraudulento. Han vuelto a la pista Marco Aurelio y la cantinerita. Después de
varias semanas de aguaceros bíblicos, la incombustible pareja de ancianos ha
salido al sol como los caracoles. Despojado el primero de su cabalgadura
(y visiblemente mermado tras el
lapso estival), se arrastra por el circuito con pasos lentos e inseguros, los
codos abiertos y la zancada quebrada y temblequeante. Élla ha sustituido su
baño solar por unos tímidos auriculares; ovilla las piernas sobre la hamaca sin
rastro alguno del desparpajo juvenil que exhibía, provocadora, antes del
verano.
Me invade un súbito
sentimiento de protección, de demiurgo preocupado por sus criaturas. Esta flaqueza paternal me decide a unas
breves líneas en las que resuelvo devolver al ciclista su velocípedo perdido:
rueda ahora nuestro héroe, furioso, luciendo un deslumbrante traje de lycra amarilla ceñido a su atlética
anatomía; su compañera aplaude con alegría el torbellino de cada uno de sus
giros, exhibiendo la escultura de sus piernas con animadas volteretas; en lo
alto de la colina han detenido su maquinaria los dos jardineros mientras asoma a su espalda
el mismísimo coro de la Abadía de Westminster con el aderezo aullante de unas
trompetas celestiales; la pareja se desliza por la pendiente con
ágiles y expertas piruetas de baile, acompañando esta escena, colorista y
vivificante, con una animada coplilla -de inclasificable métrica- que
compondremos para la ocasión:
Yo no maldigo mi
suerte
Porque jardinero
nací.
Aunque me ronde la
muerte
No tengo miedo al
morir.
No me da envidia
el banquero
Que de orgullo me
llena,
Ser el mejor
jardinero
De toda Sierra
Morena
De toda Sierra
Morena
(coro)
Ya has visto,
Tiempo,
Que no todo lo
devoras,
Que bailarines y
corredores
Pueden vencer tus horas.
Y, si no, mira a
nuestro ciclista,
Amarilla llama
sobre la pista;
O a su bella
compañera,
Con piernas de
quinceañera.
O a nuestros dos
agrimensores
Que, con voces de
tenores,
Descienden por la
colina
Dando cuerpo a
esta rima
(jardineros, bis)
Yo no maldigo mi
suerte
Porque jardinero
nací…
Estalla la pompa de este musical alucinado y caleidoscópico, reventado por la realidad inclemente. Cae el telón de la vida sobre los actores de mi
teatro olímpico. Vuelve, en la lejanía, el ronroneo aletargante de las podadoras y, con él,
el trastabilleo descompuesto del ciclista jubilado, despojado nuevamente de su bicicleta.
La cantinerita, ensimismada, descuida la carrera de su pareja y regresa,
melancólica, al abrazo de la tumbona.