jueves, 30 de agosto de 2012


De regreso en U., apuramos los últimos calores del verano.

Comienza, al final del día, el lento espectáculo de la luna retrepando inmensa y redonda, arrogante casi, sobre el cielo aún azulado, cobrizo por momentos. Vuelve de nuevo esa sensación de intromisión en un teatro al que no hemos sido invitados. El arquitecto Oscar Niemeyer despreciaba el ángulo recto, como un artefacto del hombre que “hiere el espacio”, y explicaba su obra desde una declarada afinidad por la curva, que comparaba con las líneas de un río, el cuerpo de la mujer amada o la propia luna.

Así entendido, pienso para mí extraviado, transcurridos un par de eones (borrado, pues, el hombre de la faz de la Tierra), nuestro celebrado ángulo recto, sobre el que hemos edificado templos, iluminado manuscritos y ajustado  las pantallas de nuestros ordenadores, quedaría reducido  al soplo intruso y contraventor de nuestra existencia   parásita y obsoleta, como el casacajo fosilizado o la reseca piel de una cobayuela extinguida  en la arena hostil del planeta. Recibirá el mundo la visita de una nueva especie invasora, que descubrirá, escondido entre el polvo, el cartabón enterrado de nuestros sueños incumplidos, convertido en prueba y símbolo de la audacia suicida y prometeica de la cultura del hombre toda, de nuestro homérico desacato a todas las formas del mundo.

Pongo fin a mis filosofeos ofuscados y nos acomodamos en el exterior de la casa para atender debidamente el desfile lunar. Nuestra vecina asiste también a la función armada con unas gruesas gafas oscuras, despidiendo igualmente el día desde su trono. Bajo este mismo aspecto, de absurdo incógnito, sorprendí a R. esta mañana pelando, subrepticia, una pequeña montaña de cebollas en su cocina, como quien desmenuza un cadáver. Asegura que el artilugio, regalado por un nieto, amortigua su llanto en las tareas domésticas y que , en el atardecer, la protege de las acometidas de una lechuza asesina, de la que viene siendo víctima inocente, asegura, a la hora del crepúsculo. A decir de los locales, nos explica, el animal se ve atraído por el “brillo en los ojos” de los paseantes incautos cuando el día exprime sus últimos rayos de luz.

En la tradición del pensamiento occidental, sin embargo, la lechuza de Minerva emprende su vuelo en la penumbra para dar cuenta del mundo una vez consumada la jornada. El animal ilustra, de este modo, la vivencia como premisa ineludible del pensamiento (“Primum vivere, de inde philosophari”, primero vivir, después filosofar). Así explicado, la penumbra quedaría como el único escenario posible de conocimiento para el hombre, cegado tanto por la luz del día como por el colapso de las sombras en la noche.

Continúa, entretanto, en el cielo ya oscurecido, la ceremonia lunar, filtrada para nuestra vecina por su armadura 3D, y expuesta en toda su luz para nosotros, que asistimos estupefactos al lento girar del disco en el cielo, indefensos frente a la posible acometida de la fauna nocturna y homicida que nos rodea.