De
regreso en U., apuramos los últimos calores del verano.
Comienza,
al final del día, el lento espectáculo de la luna retrepando inmensa y redonda,
arrogante casi, sobre el cielo aún azulado, cobrizo por momentos. Vuelve de
nuevo esa sensación de intromisión en un teatro al que no hemos sido invitados.
El arquitecto Oscar Niemeyer despreciaba el ángulo recto, como un artefacto del
hombre que “hiere el espacio”, y explicaba su obra desde una declarada afinidad
por la curva, que comparaba con las líneas de un río, el cuerpo de la mujer
amada o la propia luna.
Así
entendido, pienso para mí extraviado, transcurridos un par de eones (borrado, pues, el hombre de la faz de la Tierra), nuestro celebrado ángulo
recto, sobre el que hemos edificado templos, iluminado manuscritos y
ajustado las pantallas de nuestros
ordenadores, quedaría reducido al
soplo intruso y contraventor de nuestra existencia parásita y obsoleta, como el casacajo fosilizado o la reseca
piel de una cobayuela extinguida en la arena hostil del planeta. Recibirá el mundo la visita
de una nueva especie invasora, que descubrirá, escondido entre el polvo, el cartabón
enterrado de nuestros sueños incumplidos, convertido en prueba y símbolo de la audacia
suicida y prometeica de la cultura del hombre toda, de nuestro homérico desacato a todas las
formas del mundo.
Pongo
fin a mis filosofeos ofuscados y nos acomodamos en el exterior de la casa para
atender debidamente el desfile lunar. Nuestra vecina asiste también a la función
armada con unas gruesas gafas oscuras, despidiendo igualmente el día desde su
trono. Bajo este mismo aspecto, de absurdo incógnito, sorprendí a R. esta mañana
pelando, subrepticia, una pequeña montaña de cebollas en su cocina, como quien
desmenuza un cadáver. Asegura que el artilugio, regalado por un nieto,
amortigua su llanto en las tareas domésticas y que , en el atardecer, la
protege de las acometidas de una lechuza asesina, de la que viene siendo víctima
inocente, asegura, a la hora del crepúsculo. A decir de los locales, nos
explica, el animal se ve atraído por el “brillo en los ojos” de los paseantes
incautos cuando el día exprime sus últimos rayos de luz.
En la
tradición del pensamiento occidental, sin embargo, la lechuza de Minerva
emprende su vuelo en la penumbra para dar cuenta del mundo una vez consumada la
jornada. El animal ilustra, de este modo, la vivencia como premisa ineludible
del pensamiento (“Primum vivere, de inde philosophari”, primero vivir, después
filosofar). Así explicado, la penumbra quedaría como el único escenario posible
de conocimiento para el hombre, cegado tanto por la luz del día como por el
colapso de las sombras en la noche.
Continúa, entretanto, en el cielo ya oscurecido, la ceremonia lunar, filtrada para nuestra vecina por su
armadura 3D, y expuesta en toda su luz para nosotros, que asistimos
estupefactos al lento girar del disco en el cielo, indefensos frente a la
posible acometida de la fauna nocturna y homicida que nos rodea.