Limpio la lechuga emocionado, deshojándola en el fregadero
con entusiasmo creciente; acaricio la carne de sus hojas incrédulo, palpando el
verde músculo de esta planta semisalvaje, modelada al viento sin dueño de los
campos y montes de los alrededores -y de los doctos cuidados de nuestra
vecina-. Dice Montaigne del buen lenguaje que debe ser “sencillo y
natural, igual sobre el papel que en la boca; suculento y nervioso, corto y
apretado, no tanto delicado y pulido como vehemente y brusco....alejado de toda
afectación, desordenado, deshilvanado y atrevido; que cada trozo tenga su
cuerpo..”. Y añade a su comentario un epitafio de Fabricio dedicado al poeta
Lucano: “Porque al fin no hay estilo mejor que el que conmueve”.
He decidido hacer de esta hortaliza mi santo y seña
literarios. Con está simbólica dieta, y alguna lectura ocasional de Baroja,
espero vacunar mis devaneos de
escritorzuelo advenedizo frente a todas miasmas y todas las tentaciones retóricas
que acechan con sus cantos de sirena
en el blanco asesino y leviatánico de cada hoja por escribir.