Llego
al célebre museo braceando entre un océano de asiáticos que fotografían con
desenfreno al perro gigante, apostado en la entrada como un Godzilla de piedra
al que la primavera hubiera cubierto de flores estridentes. Entre las cabezas
distingo la gorra verde que F. me anunció al teléfono como seña de
reconocimiento.
F.
acaba de regresar de la selva amazónica, donde ha empleado varios meses en
grabar el sonido “acusmático” de las bestias en la noche de la jungla. En el
entorno selvático, me explica, el espacio se mide por el eco de los sonidos:
una negrura de invisibilidad donde cada gesto animal esta orientado a la
supervivencia o a la eliminación del individuo.
El fonógrafo -como se describe a sí mismo- lleva tres décadas recogiendo sonidos por todo el planeta utilizando el
mundo como instrumento, así me dice, “mundo como instrumento”. En su proceso de
reformulación de la realidad tangible, F. reivindica el derecho a
una subjetividad que, a su juicio, la fotografía ganó para su causa hace ya
siglo y medio. Me explica que en las audiciones de sus piezas –el sonido del
viento entre los sauces de un bosque canadiense, el metal crepitando en un
desmantelamiento industrial, el cruzamiento de las focas monje en Gibraltar o
el deshielo de un río en Mongolia- el público persigue y reclama una fidelidad
con la realidad que nunca ha sido su propósito. “Es como estar allí, me dicen”,
añade con gesto irritado.
En las
palabras de F. reconozco buena parte de mi propio debate: fotógrafo y fonógrafo compartimos, al fin
y al cabo, la casi totalidad de nuestra genética lingüística. Ambos
desarrollamos nuestro trabajo desde un fundamento de “percepción” sobre “el
mundo como instrumento”, en oposición a la “invención” que habilita el lienzo
en blanco o la partitura en espera
de sus notas. Hurtamos a la realidad sus destellos de luz y sus murmullos de
silencio, y los devolvemos en la forma de imágenes alucinadas y de grabaciones
imposibles.
Hemos
dejados atrás el bullicio de los turistas nipones y caminamos por las calles de
la ciudad, escoltados desde los escaparates por nuestro reflejos saltarines.
Este carácter especular de nuestro trabajo como reflejo del mundo, pienso para
mí al tiempo que escucho a F., es el que está en el origen del terrible
equívoco por el que se asocia
(¡tremendo lío!) objetividad con sinceridad y subjetividad con impostura.
Cuando lo cierto es que ya está todo dicho, y poco más se puede añadir; si
acaso dar cuenta, sin muchas alharacas, de nuestras propias coordenadas
vitales, nuestra propia singularidad; el punto que somos en este
espacio infinito y que nadie más ocupa: atomillos de individualidad correteando
por este tablero de reglas imprecisas.
Me
despido de F. y camino de regreso al coche divagando, la escolta reducida a mi
solitario reflejo en los ventanales de la ciudad. Sobre mi cabeza el paisaje de
piedra de los edificios recorta con sus ángulos y siluetas un cielo que se
apaga. Bajan los comercios sus persianas y cruza la gente los semáforos en un
trotecillo impaciente, de final de jornada. Detengo el paso frente a mi doble, congelado ahora sobre un
escaparate de sanitarios, que la luz del final del día empieza a diluir. En la
novela Open City, Teju Cole, enfrentado a su reflejo en un recuerdo de
infancia, escribe: “To be alive, it seemed to me, as I stood there in all
kinds of sorrow, was to be both original and reflection, and to be death was to
be split off, to be reflection alone”. Pienso en estas palabras y pienso
en la naturaleza de mis fotografías pintadas con la luz de tantas ausencias,
pequeños certificados de ignorancia y defunción, aspavientos que reclaman la
atención a los demás sobre mi singularidad impenetrable y que juegan a la
explicación imposible de la singularidad de los demás.