Durante
mi inspección nocturna y
extraviada la pasada noche, encontré, igualmente, fragmentos de piedra
inacabada que se repartían por todo el imaginario escultórico de Miguel Ángel:
a los pies de El Esclavo Moribundo, destinado en origen a la tumba
inconclusa de Julio II, asomaba la figurita informe y difusa de un mono
asustado; animal asociado en el Quinientos, parece, al principio estético de
imitación de la naturaleza: ars simia naturae (el arte como simio de la
naturaleza), que el autor habría incluido con sarcasmo irreverente.
Así,
en una época anterior a la quiebra de su autoconfianza, el escultor dedicó a
Vittoria Collona un soneto temerario, en el límite de la arrogancia pura, en el
que puede leerse: …La causa al efecto cede y se inclina/ por lo que el arte
vence a la natura./ Bien lo sé, en hermosa escultura compruebo/ que muerte y
tiempo no dan fe en la obra….
Miguel Ángel se expresaba aquí, pienso para mí, con la furia y el desacato
de un Prometeo desencadenado y fáustico. El padre del manierismo imponía “su manera”
de hacer las cosas. Agotadas las fórmulas de transcripción al arte de los
codiciados universales neoplátónicos, el artista-individuo abandona la tarea
de mensajero de los astros, planta cara a los dioses y asume, con todas sus
consecuencias, el papel de autor, en la presunción suicida y
descabellada de alumbrar al mundo, con su genio individual, artefactos inmunes a las dentelladas del
tiempo.
Esta
disgresión mía, pseudoacadémica y atolondrada, me trae al magín la Teoría de
los Maniquíes del insigne comerciante Jacob, inmortalizado por su hijo, el dibujante y escritor polaco
Bruno Schulz, en el laberinto literario de sus memorias maestras. Defendía el
cabalista Jacob, con audacia miguelangesca, que “la creación es privilegio de
todos los espíritus”, en oposición a la idea de un Demiurgo, creador del
universo, que mantuviera el monopolio de la creación. Atrapado en las redes del
mesmerismo, el soñador Jacob se entrega, rodeado de los fluidos mefíticos de su
cuartucho, a investigaciones sin nombre, en el convencimiento de poder
crear, dominada la materia, una generatio aequivoca, una pléyade de
seres fermentados en los vapores de sus fantasías extraviadas y de su
laboratorio diabólico; surgirá, así, un segundo hombre “a imagen de un
maniquí”, fantasea Jacob, un homúnculo infrahumano, ¡un Golem!
Pronto
se enfrentará Jacob al fracaso de su rebelión creadora. Apenas si logra
multiplicar alguna que otra de sus palomas con un exiguo gesto malabar, que
acompaña de su varita de prestidigitador neófito; ya columbra el visionario la derrota
inexorable de sus ingenuos sortilegios, la conclusión devastadora de que es la
materia la que se sirve del hombre para sus fines y no al revés: “No era el hombre quien
irrumpía en el laboratorio de la Naturaleza, sino la Naturaleza misma quien le
succionaba en sus maquinaciones” evoca Bruno Schulz.
Y
continúa el escritor recordando a su padre, rendido a la impenetrabilidad del
mundo, deambulando por la casa al grito de “¡La materia!”, humillada la mirada y resoplando sin descanso: “La materia señores míos…”; denunciando con sus gritos la cruel
estafa universal, la presunción absurda y descerebrada del individuo creador en su intento obtuso de
someter a las fuerzas ocultas de la naturaleza: …”Principium individuationis, decía,
tonterías, -escribe Schulz de su progenitor-- y con ello expresaba su infinito desprecio por el principio humano de la creación”.