miércoles, 14 de marzo de 2012

 
Extranjero en esta ciudad del interior, a la que acudo para impartir una conferencia y entregar al público mis iluminaciones de oráculo fotografiante. Entre los asistentes, un jubilado; el gabán y el periódico pulcramente doblados sobre el regazo, que utiliza como apoyo para una libretilla en la que anota con entusiasmo todos y cada uno de mis comentarios. Me pregunta con insistencia policial sobre la afinidad de mi fotografía por el blanco y negro, sobre el  modelo de mi cámara, sobre la razón de mis yerros técnicos (la abundancia de imágenes trepidadas o desenfocadas), etc. Avanzada la charla descubro, estupefacto, a mi interrogador entregado con distracción voluptuosa a la lectura de la prensa deportiva, que ha desplegado en medio del auditorio en todo su velamen. Reprimo un ardor asesino que me sube por la garganta; congelo un salto de bestia herida sobre el incauto espectador al que, pelota a pelota, obligaría con alegría vengativa, a tragarse cada una de las páginas coloreadas de su periódico infame.

De regreso al hotel me pierdo entre callejuelass estrechas, rebuscando mi sombra por el suelo. En cada cristalera asoma un rostro amenazante, de mirada oblicua, en demanda, presumo yo, de una explicación que, podría jurarlo, no debo a nadie. Crece mi sensación de ahogo y la espalda se agarrota en espera de un empellón traidor a la vuelta de cada esquina. Queda anulado cualquier intento de divagación; incluso, porqué no decirlo, cualquier intento de conciliación con ese entorno hostil, amenazante en grado máximo, que me devuelve, sin yo desearlo, al ensimismamiento y al refugio de mi propia compañía.

En el interior de mi habitación -la 212-, giro por dos veces la llave de la puerta:  “Muro contra muro”, escribió el poeta.