Extranjero
en esta ciudad del interior, a la que acudo para impartir una conferencia y entregar
al público mis iluminaciones de oráculo fotografiante. Entre los asistentes, un
jubilado; el gabán y el periódico pulcramente doblados sobre el regazo, que
utiliza como apoyo para una libretilla en la que anota con entusiasmo todos y
cada uno de mis comentarios. Me pregunta con insistencia policial sobre la
afinidad de mi fotografía por el blanco y negro, sobre el modelo de mi cámara, sobre la razón de
mis yerros técnicos (la abundancia de imágenes trepidadas o desenfocadas), etc.
Avanzada la charla descubro, estupefacto, a mi interrogador entregado con
distracción voluptuosa a la lectura de la prensa deportiva, que ha desplegado
en medio del auditorio en todo su velamen. Reprimo un ardor asesino que me sube
por la garganta; congelo un salto de bestia herida sobre el incauto espectador
al que, pelota a pelota, obligaría con alegría vengativa, a tragarse cada una
de las páginas coloreadas de su periódico infame.
De
regreso al hotel me pierdo entre callejuelass estrechas, rebuscando mi sombra por el
suelo. En cada
cristalera asoma un rostro amenazante, de mirada oblicua, en demanda, presumo
yo, de una explicación que, podría jurarlo, no debo a nadie. Crece mi sensación
de ahogo y la espalda se agarrota en espera de un empellón traidor a la vuelta
de cada esquina. Queda anulado cualquier intento de divagación; incluso, porqué
no decirlo, cualquier intento de conciliación con ese entorno hostil,
amenazante en grado máximo, que me devuelve, sin yo desearlo, al
ensimismamiento y al refugio de mi propia compañía.
En el
interior de mi habitación -la 212-, giro por dos veces la llave de la
puerta: “Muro contra muro”,
escribió el poeta.