Detengo
mi carrera para aliviar con urgencia la vejiga. El viento me obliga a orinar
encarando la caseta de los guardas, cuyo tejado asoma por encima del circuito
deportivo a un centenar de metros. Agacho la cabeza para no ser visto, culpable
de abandonarme a la micción en
medio de este césped peinado con
mimo japonés por mis carceleros. Sobre la línea de asfalto, asoma la testa
familiar, redonda y alopécica, de Sancho, seguida de unos ojillos que con
mirada heladora asisten en silencio, segundo a segundo, a mi desahogo. Así, con
la minga en la mano, mantengo la compostura con la escasa dignidad que la
situación permite. Sacudiéndome con civismo las últimas gotillas, veo retirarse
la cabezota inspectora, como un guiñol furtivo. Hay silencios que matan,
silencios verdaderamente asesinos, pienso para mí, mientras vuelvo, humillado,
a la seguridad de la pista.
sábado, 25 de febrero de 2012
Mañanas
de paseos en la playa. Nubes plomizas trazadas a brochazos se arrastran lentas
en un cielo de barro y grisura, con las gaviotas cruzando el arco de su vuelo
sobre la línea del mar, y la arena húmeda dibujando en cada huella mis pisadas.
“No era la primera ocasión en que buscaba a Albertine, la muchacha vista por
primera vez delante del mar”, evoca Proust en sus paseos por Balbec.
Sin
sombra de Albertine, atiendo, entre gañidos, el arrogante vuelo de estas aves
marinas, con mis pies hundiéndose lentamente en la arena. De la superficie
marina, aquietada por el peso de este día gris, emerge un Helioconte de torso
desnudo y poderoso, acompañado por un perro pastor, inexplicablemente seco. En
el aire familiar de esta figura que se acerca -¿Harvey
Keitel?- descubro, estupefacto, a Arturo Schopenhauer. Extiendo mis brazos
para recibir al amigo y maestro, quien no sólo me ignora sino que traspasa,
literalmente, mi cuerpo, y desparece a la espalada sin dejar el menor rastro.
Miro en todas direcciones, desconcertado; alguien tira de mis pantalones: es
Bob Esponja que, por lo visto, ha salido del agua detrás de Arturo.
- Tú
tampoco goteas -le comento-.
- Soy
una esponja. Yo nunca goteo, el que gotea es Calamardo -me responde-.
- ¿Vienes
con Schopenhauer? –continúo- ¿Es cierto que no hay más ley que la de
la gravedad? ¿Que rodamos todos
hacia un centro inextenso, que…?
-
Nadie es mas sabio
que su propio silencio
y los pájaros
no vuelan boca arriba -me interrumpe,
críptico y poroso-.
La
playa ha vuelto a quedar desierta, con la sola compañía de mi alucinación
absurda y de las gaviotas, plúmbeas e irreductibles. Rebusco en el paisaje de
agua la silueta de Schopenhauer, el filósofo visto por primera vez frente al
mar.
martes, 21 de febrero de 2012
Quien
esto escribe,
maestro pirotécnico,
payaso de chistera,
arquitecto
de castillos en el aire,
disfraza con palabras
el abismo de su ignorancia;
reconoce en sus rugidos
de
tigre de papel
el murmullo
del ratón a la montaña;
envuelve con promesas de humo
su teatro infinito,
que confiesa sin más extensión
que la del breve folio.
Y con esto queda dicho todo,
y nada.martes, 14 de febrero de 2012
Atiende
el conspicuo y paciente Gambetti los desahogos de Murau, que reparte sus
disgresiones y extravíos de iluminado bizantino a lo largo de las páginas
insobornables de Extinción. La fotografía asoma en el relato como objeto
repetido de las invectivas del narrador: “Con la invención de la fotografía, o
sea, con la iniciación de este proceso de embrutecimiento hace más de cien años,
el nivel intelectual de la población mundial desciende continuamente. Las imágenes
fotográficas, le dije a Gambetti, han puesto en movimiento el proceso de
embrutecimiento universal…”
Lo
cierto es que las frecuentes lecturas de Extinción, relato sobre el que vuelvo por
prescripción propia desde hace años, bien podrían estar en el origen, pienso
ahora, de la aversión, creciente y enfermiza, en el límite de la náusea, podría
decirse, que vengo incubando hacia la fotografía utilizada como crónica espuria
y atolondrada de la realidad: el asombro ante la persistencia suicida con la
que el hombre perpetúa en los medios, fotografía a fotografía, noticiero a
noticiero, cartel a cartel, los mismos clichés periodísticos, fósiles y
centenarios, los mismos patrones de belleza abotargantes, dictados por las
mismas casas de cosméticos y los mismos diseñadores antediluvianos, amortajados
en sus trajes funerarios y momificados por la química cancerígena aplicada sin
descanso a sus mejillas. Contemplo estupefacto la decidida perversión con la
que el mercado invade la sesera aturdida del espectador que, embrutecido y babeante, digiere con ceguera inusitada todas estas fabricaciones fotográficas
infamantes. Esto es lo bello, anuncian, mostrando el mismo rostro una y otra
vez, repitiendo hasta la asfixia las mismas imágenes, que exhiben obscenamente
como un certificado incontestable de una realidad ingeniada en sus laboratorios
de mercachifles. Seguirán, entretanto, banqueros y marchantes de armas
decidiendo el mapa de las guerras, enviando en sus aviones a políticos
salvapatrias y audaces fotoperiodistas, que exhibirán con orgullo la embajada
de sus palabras gastadas y sus imágenes de siempre.
Pero
basta de esta cháchara pseudosociológica –…¡Gambetti!, pienso para mí-.
El verdadero problema de este rechazo mío (irracional en sustancia, debo
reconocer) hacia la fotografía como instrumento promocional de una realidad (si no lamentable en todo su
horror) cuando menos cuestionable, es la extensión del mismo, para mi enojo y
desconcierto, a las fotografías domésticas y a los retratos familiares, cuya
carga de nostalgia me resulta, a día de hoy, insostenible:
“¿Qué hace pensar a los hombres que se
dejan fotografiar” –insiste Mauer- “que han de aparecer felices en las fotografías
que los muestran? (…) Todo el mundo quiere ser representado como un hombre
feliz, siempre como totalmente falsificado, nunca como es en realidad, es
decir, siempre, como el más infeliz de todos (…) Se refugian en la fotografía,
se encogen deliberadamente en la fotografía que, con una falsificación total,
los muestra felices y hermosos o, por lo menos, como menos feos e infelices de
lo que son (…) En sus pisos cuelgan las fotografías que se han dejado hacer
como un mundo hermoso y feliz, que en verdad es el más feo e infeliz y más
mentiroso. Durante toda su vida miran fijamente sus imágenes hermosas y sus imágenes
felices en las paredes y se sienten contentos cuando, sin embargo, sólo tendrían
que sentir aversión (…) “
Bien
es cierto que nada se aproxima más a la idea de eternidad que el fugaz parpadeo
de un instante (despojados ambos de la carga inamovible del pasado y de los
espejismos ilusorios del futuro), y que el juego fotográfico se presta del
mejor modo a la falsa promesa de
intemporalidad. Archivamos, así, con nuestras instantáneas fotográficas, el inventario de
los mejores momentos, en la asunción descabellada y alucinatoria de hurtar al
viento nuestra existencia efímera y espectral, evocando un pasado inexistente
que, si acaso (y ya es mucho decir) fue, pero en ningún caso es.
Se
pregunta uno si este mundo descalabrado y en esencia mortal, esta esfera ingrávida
que imaginamos suspendida del modo más absurdo entre el polvillo estelar o rodando
descabalgada a lomos del Tiempo,
si este mundo, digo, se merece un solo gramo de nuestra nostalgia:
“Vivimos
en dos mundos, le dije a Gambetti, en el real, que es triste e innoble y, en
definitiva, mortal, y en el fotografiado, que es por completo mentiroso…”
jueves, 9 de febrero de 2012
“…se hace patente cómo la voluntad, en todos los grados de su fenómeno, desde el inferior al supremo, carece totalmente de un objetivo y fin último; siempre ansía porque el ansia es su propia esencia (…), vimos esto en el más simple de todos los fenómenos naturales, la gravedad, que no cesa de aspirar e impulsar hacia un centro inextenso que, de alcanzarse supondría su aniquilación y la de la materia; y no cesaría aunque todo el universo estuviera aglomerado”.
Recorro
estos días las páginas de El mundo como voluntad y representación del gran Arturo
Schopenhauer con la avidez de quien espera, en cada comentario, la explicación
del Universo. Un viaje de claroscuros, con disgresiones iluminadoras y pasillos
en penumbra, y la conclusión, parece que innegociable, de que el mundo, allí
descrito, no ofrece para el hombre mas posibilidad que su representación,
condenándolo al papel de comparsa y mero espectador.
En
unas páginas de Extinción (Dios mío ¿qué leer después de Extinción?) Thomas Bernhard,
por boca del narrador Franz Josef Murau, reconoce su incapacidad para
descifrar, así dice, “descifrar”, la filosofía, encriptada y brumosa, de
Nietszche y de Schopenhauer. A
pesar de haberse sentido “atraído y entusiasmado por ellos en el más alto grado”,
Murau recuerda haber confesado su inepcia al inefable Gambetti: “…mire Gambetti, le había
dicho, me he ocupado durante decenios de Nietschze, pero no he avanzado.
Nietzsche me ha fascinado siempre, pero al mismo tiempo nunca he comprendido de
él casi nada. Si soy sincero me pasa lo mismo con casi todos los demás filósofos,
le había dicho a Gambetti, con Schopenhauer, con Pascal […], que nunca he
conseguido descifrar ni siquiera en sus comienzos y que han sido siempre chino para mí”.
Cabría añadir, en este punto, un fandangillo de otro grande, José el Cabrero, cuyo cante indeleble, escrito al viento y sobre la tierra agraz del sur andaluz, alumbró el cielo todo con estas sabias palabras:
Sócrates, de unos calzones
se
hizo un día un delantal
y dijo, con dos cojones,
sólo sé que no sé na,
pero
las brevas, se comen.
Al fin y al cabo, pienso para mí, no
queda otra sabiduría que la conciencia de nuestra propia ignorancia que , en mi
caso, es el fermento de esta escritura sin rumbo, anegada, si se me permite la
expresión, de “lagunas oceánicas” sobre las que mantengo mi nado extraviado como
buenamente puedo.
sábado, 4 de febrero de 2012
Me introducen postrado en la cápsula infame como a un supositorio. En el puño un bombín que debo accionar en caso de abandonarme al pánico. A los pies de esta mortaja, blanca y galáctica, mi calzado espera el regreso de su dueño. En mi lenta inmersión recuerdo a Empédocles de Agrigento, que se arrojó al Etna con el propósito de desvelar el secreto del interior de la Tierra, dejando una sandalia en prueba de su identidad (y arrojo).
Inmovilizado en el interior del tubo, pienso en mis ridículos calcetines (rojo chillón salpicado de motas azules -elección desgraciada-) asomando en el extremo de la
máquina. Mantengo, heroico, la compostura en los veinte minutos interminables
que dura la inspección. El martilleo magnético se apaga gradualmente. Contengo
la respiración, atento a cualquier señal del mundo exterior: bien podría salir
disparado a las estrellas en el instante último de una deflagración planetaria.
El aparato me devuelve finalmente a la vida; emerjo como un Lázaro de la tumba,
con la auxiliar –la mirada clavada en mis pies- sujetando mi calzado en un
gesto de atención, que su irónica sonrisilla desmiente. Me incorporo con la
imagen fugaz de un operario encontrando, al final del día, el cuerpo inerte de la enfermera, mi
calcetín irisado anudado con fatal estridencia a su delicado cuello.