miércoles, 29 de febrero de 2012

 
Detengo mi carrera para aliviar con urgencia la vejiga. El viento me obliga a orinar encarando la caseta de los guardas, cuyo tejado asoma por encima del circuito deportivo a un centenar de metros. Agacho la cabeza para no ser visto, culpable de abandonarme a  la micción en medio  de este césped peinado con mimo japonés por mis carceleros. Sobre la línea de asfalto, asoma la testa familiar, redonda y alopécica, de Sancho, seguida de unos ojillos que con mirada heladora asisten en silencio, segundo a segundo, a mi desahogo. Así, con la minga en la mano, mantengo la compostura con la escasa dignidad que la situación permite. Sacudiéndome con civismo las últimas gotillas, veo retirarse la cabezota inspectora, como un guiñol furtivo. Hay silencios que matan, silencios verdaderamente asesinos, pienso para mí, mientras vuelvo, humillado, a la seguridad de la pista.



sábado, 25 de febrero de 2012



Mañanas de paseos en la playa. Nubes plomizas trazadas a brochazos se arrastran lentas en un cielo de barro y grisura, con las gaviotas cruzando el arco de su vuelo sobre la línea del mar, y la arena húmeda dibujando en cada huella mis pisadas. “No era la primera ocasión en que buscaba a Albertine, la muchacha vista por primera vez delante del mar”, evoca Proust en sus paseos por Balbec.

Sin sombra de Albertine, atiendo, entre gañidos, el arrogante vuelo de estas aves marinas, con mis pies hundiéndose lentamente en la arena. De la superficie marina, aquietada por el peso de este día gris, emerge un Helioconte de torso desnudo y poderoso, acompañado por un perro pastor, inexplicablemente seco. En el aire familiar de esta figura que se acerca -¿Harvey Keitel?- descubro, estupefacto, a Arturo Schopenhauer. Extiendo mis brazos para recibir al amigo y maestro, quien no sólo me ignora sino que traspasa, literalmente, mi cuerpo, y desparece a la espalada sin dejar el menor rastro. Miro en todas direcciones, desconcertado; alguien tira de mis pantalones: es Bob Esponja que, por lo visto, ha salido del agua detrás de Arturo.

- Tú tampoco goteas -le comento-.
- Soy una esponja. Yo nunca goteo, el que gotea es Calamardo -me responde-.
- ¿Vienes con Schopenhauer? –continúo- ¿Es cierto que no hay más ley que la de la  gravedad? ¿Que rodamos todos hacia un centro inextenso, que…?
- Nadie es mas sabio
  que su propio silencio
  y los pájaros
  no vuelan boca arriba -me interrumpe, críptico y poroso-.

La playa ha vuelto a quedar desierta, con la sola compañía de mi alucinación absurda y de las gaviotas, plúmbeas e irreductibles. Rebusco en el paisaje de agua la silueta de Schopenhauer, el filósofo visto por primera vez frente al mar.


martes, 21 de febrero de 2012

 
                   Quien esto escribe,
                        maestro pirotécnico,
                        payaso de chistera,
                        arquitecto de castillos en el aire,                                              

                        disfraza con palabras
                        el abismo de su ignorancia;

                        reconoce en sus rugidos
                        de tigre de papel
                        el murmullo
                        del ratón a la montaña;

                        envuelve con promesas de humo
                        su teatro infinito,
                        que confiesa sin más extensión
                        que la del breve folio.


                        Y con esto queda dicho todo,
                        y nada.


 

sábado, 18 de febrero de 2012



martes, 14 de febrero de 2012

 
Atiende el conspicuo y paciente Gambetti los desahogos de Murau, que reparte sus disgresiones y extravíos de iluminado bizantino a lo largo de las páginas insobornables de Extinción. La fotografía asoma en el relato como objeto repetido de las invectivas del narrador: “Con la invención de la fotografía, o sea, con la iniciación de este proceso de embrutecimiento hace más de cien años, el nivel intelectual de la población mundial desciende continuamente. Las imágenes fotográficas, le dije a Gambetti, han puesto en movimiento el proceso de embrutecimiento universal…”

Lo cierto es que las frecuentes lecturas de Extinción, relato sobre el que vuelvo por prescripción propia desde hace años, bien podrían estar en el origen, pienso ahora, de la aversión, creciente y enfermiza, en el límite de la náusea, podría decirse, que vengo incubando hacia la fotografía utilizada como crónica espuria y atolondrada de la realidad: el asombro ante la persistencia suicida con la que el hombre perpetúa en los medios, fotografía a fotografía, noticiero a noticiero, cartel a cartel, los mismos clichés periodísticos, fósiles y centenarios, los mismos patrones de belleza abotargantes, dictados por las mismas casas de cosméticos y los mismos diseñadores antediluvianos, amortajados en sus trajes funerarios y momificados por la química cancerígena aplicada sin descanso a sus mejillas. Contemplo estupefacto la decidida perversión con la que el mercado invade la sesera aturdida del espectador que, embrutecido y babeante, digiere con ceguera inusitada todas estas fabricaciones fotográficas infamantes. Esto es lo bello, anuncian, mostrando el mismo rostro una y otra vez, repitiendo hasta la asfixia las mismas imágenes, que exhiben obscenamente como un certificado incontestable de una realidad ingeniada en sus laboratorios de mercachifles. Seguirán, entretanto, banqueros y marchantes de armas decidiendo el mapa de las guerras, enviando en sus aviones a políticos salvapatrias y audaces fotoperiodistas, que exhibirán con orgullo la embajada de sus palabras gastadas y  sus imágenes de siempre.

Pero basta  de  esta cháchara pseudosociológica –…¡Gambetti!, pienso para mí-. El verdadero problema de este rechazo mío (irracional en sustancia, debo reconocer) hacia la fotografía como instrumento promocional de  una realidad (si no lamentable en todo su horror) cuando menos cuestionable, es la extensión del mismo, para mi enojo y desconcierto, a las fotografías domésticas y a los retratos familiares, cuya carga de nostalgia me resulta, a día de hoy, insostenible:

 “¿Qué hace pensar a los hombres que se dejan fotografiar” –insiste Mauer- “que han de aparecer felices en las fotografías que los muestran? (…) Todo el mundo quiere ser representado como un hombre feliz, siempre como totalmente falsificado, nunca como es en realidad, es decir, siempre, como el más infeliz de todos (…) Se refugian en la fotografía, se encogen deliberadamente en la fotografía que, con una falsificación total, los muestra felices y hermosos o, por lo menos, como menos feos e infelices de lo que son (…) En sus pisos cuelgan las fotografías que se han dejado hacer como un mundo hermoso y feliz, que en verdad es el más feo e infeliz y más mentiroso. Durante toda su vida miran fijamente sus imágenes hermosas y sus imágenes felices en las paredes y se sienten contentos cuando, sin embargo, sólo tendrían que sentir aversión (…) “

Bien es cierto que nada se aproxima más a la idea de eternidad que el fugaz parpadeo de un instante (despojados ambos de la carga inamovible del pasado y de los espejismos ilusorios del futuro), y que el juego fotográfico se presta del mejor modo a la falsa promesa de  intemporalidad. Archivamos, así, con nuestras instantáneas fotográficas, el inventario de los mejores momentos, en la asunción descabellada y alucinatoria de hurtar al viento nuestra existencia efímera y espectral, evocando un pasado inexistente que, si acaso (y ya es mucho decir) fue, pero en ningún caso es.

Se pregunta uno si este mundo descalabrado y en esencia mortal, esta esfera ingrávida que imaginamos suspendida del modo más absurdo entre el polvillo estelar o rodando descabalgada a lomos  del Tiempo, si este mundo, digo, se merece un solo gramo de nuestra nostalgia:

“Vivimos en dos mundos, le dije a Gambetti, en el real, que es triste e innoble y, en definitiva, mortal, y en el fotografiado, que es por completo mentiroso…”


jueves, 9 de febrero de 2012


“…se hace patente cómo la voluntad, en todos los grados de su fenómeno, desde el inferior al supremo, carece totalmente de un objetivo y fin último; siempre ansía porque el ansia es su propia esencia (…), vimos esto en el más simple de todos los fenómenos naturales, la gravedad, que no cesa de aspirar e impulsar hacia un centro inextenso que, de alcanzarse supondría su aniquilación y la de la materia; y no cesaría aunque todo el universo estuviera aglomerado”.

Recorro estos días las páginas de El mundo como voluntad y representación del gran Arturo Schopenhauer con la avidez de quien espera, en cada comentario, la explicación del Universo. Un viaje de claroscuros, con disgresiones iluminadoras y pasillos en penumbra, y la conclusión, parece que innegociable, de que el mundo, allí descrito, no ofrece para el hombre mas posibilidad que su representación, condenándolo al papel de comparsa y mero espectador.

En unas páginas de Extinción (Dios mío ¿qué leer después de Extinción?) Thomas Bernhard, por boca del narrador Franz Josef Murau, reconoce su incapacidad para descifrar, así dice, “descifrar”, la filosofía, encriptada y brumosa, de Nietszche y de  Schopenhauer. A pesar de haberse sentido “atraído y entusiasmado por ellos en el más alto grado”, Murau recuerda haber confesado su inepcia al inefable Gambetti: “…mire Gambetti, le había dicho, me he ocupado durante decenios de Nietschze, pero no he avanzado. Nietzsche me ha fascinado siempre, pero al mismo tiempo nunca he comprendido de él casi nada. Si soy sincero me pasa lo mismo con casi todos los demás filósofos, le había dicho a Gambetti, con Schopenhauer, con Pascal […], que nunca he conseguido descifrar ni siquiera en sus comienzos y que han sido siempre chino para mí”.

Cabría añadir, en este punto, un fandangillo de otro grande, José el Cabrero, cuyo cante indeleble, escrito al viento y sobre la tierra agraz del sur andaluz, alumbró el cielo todo con estas sabias palabras:  
 
                                                         Sócrates, de unos calzones
                                                         se hizo un día un delantal
                                                         y dijo, con dos cojones,
                                                         sólo sé que no sé na,
                                                         pero las brevas, se comen.

Al fin y al cabo, pienso para mí, no queda otra sabiduría que la conciencia de nuestra propia ignorancia que , en mi caso, es el fermento de esta escritura sin rumbo, anegada, si se me permite la expresión, de “lagunas oceánicas” sobre las que mantengo mi nado extraviado como buenamente puedo.
 

sábado, 4 de febrero de 2012



Me introducen postrado en la cápsula infame como a un supositorio. En el puño un bombín que debo accionar en caso de abandonarme al pánico. A los pies de esta mortaja, blanca y galáctica, mi calzado espera el regreso de su dueño. En mi lenta inmersión recuerdo a Empédocles de Agrigento, que se arrojó al Etna con el propósito de desvelar el secreto del interior de la Tierra, dejando una sandalia  en prueba de su identidad (y arrojo).

Inmovilizado  en  el  interior  del tubo,  pienso  en  mis ridículos calcetines  (rojo  chillón  salpicado de  motas azules  -elección desgraciada-) asomando en el extremo de la máquina. Mantengo, heroico, la compostura en los veinte minutos interminables que dura la inspección. El martilleo magnético se apaga gradualmente. Contengo la respiración, atento a cualquier señal del mundo exterior: bien podría salir disparado a las estrellas en el instante último de una deflagración planetaria. El aparato me devuelve finalmente a la vida; emerjo como un Lázaro de la tumba, con la auxiliar –la mirada clavada en mis pies- sujetando mi calzado en un gesto de atención, que su irónica sonrisilla desmiente. Me incorporo con la imagen fugaz de un operario encontrando, al final del día,  el cuerpo inerte de la enfermera, mi calcetín irisado anudado con fatal estridencia a su delicado cuello.