El espectro de la díscola Konstanze se me ha aparecido en la pantalla
del ordenador: “En 2006, la versión digital del diario alemán Der Spiegel –leo
en la Wikipedia- anunció la aparición de un daguerrotipo en Baviera con la
imagen de Constanze, de 78 años”. La fotografía aparece fechada en 1840 y
muestra en su extremo izquierdo al fantasma de una anciana, posando para la
cámara junto al compositor Max Keller y su familia. Este alucinatorio poltergeist
doméstico ha transmutado el conocido retrato al óleo de la cónyuge de Mozart,
con sus galas cortesanas, etc., en la ficción fotográfica blanquinegra y ultramoderna que ahora
contemplo. Un salto inverosímil en el tiempo que habría solapado, como en el
más extraviado de los relatos de Wells, en una misma vida, el ditirambo y las
galas rococó, que la divulgada pintura ilustra, con este fantasma
contemporáneo, lúgubre y cinematográfico, sellado al tiempo por la alquimia
fotográfica.
Son las fechas de nacimiento y defunción de Konstanze (1762-1842) las
que aclaran el misterio del salto en el tiempo de la pareja del compositor, al
constatar por ellas que en el curso de esa misma vida tuvo lugar un doble hiato
histórico: la revolución francesa de 1789 y el posterior imperio bonapartino,
por un lado, que confinaron para siempre al armario los pelucones empolvados y
todo el secular atrezzo versallesco; y, por el otro, la primera fotografía
alumbrada al mundo en 1826 por Joseph Nicéphore Niepce. Invento éste último (la fotografía) del demonio, pienso para mí, que habría abierto la veda a la captura de una realidad que el paso de dos centurias ha demostrado
inaprensible (como bien lo prueba el retrato de este bioplasma alucinatorio que
observo incrédulo en el ordenador –las manos cruzadas sobre el regazo y torva
la mirada- y que tiene mucho más de extravío opiáceo o de ingenio literario,
como ya queda dicho, que de certificado incontestable de la existencia de
Konstance, sobre la que ahora tengo mis más que fundadas dudas).
Continúa, con todo, el hombre, empeñado en su loca quimera
cinegética, emboscado detrás del arbusto de la técnica y armado con su cámara
fotográfica ultratecnificada y megapixelada, decidido a someter con sus
disparos a la bestia inmanejable de la existencia. Lo que me trae al magín el
épico enfrentamiento de Don Quijote con el león que el general de Orán enviaba
a la corte, enjaulado, por tierras de La Mancha: “Don Quijote lo miraba atentamente deseando que saltase ya
del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle
pedazos”, a lo que el león “no haciendo caso de niñerías, ni de bravatas,
después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las
espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote.”