La
alarma del despertador me devuelve a la ingrata vigilia de un nuevo día , y con
ella a la amenaza de una jornada idéntica a la anterior y anticipo, a buen
seguro, de otra igualmente indistinguible. El tiempo saltando a horcajadas
sobre el tiempo.
Puedo
escuchar desde mi dormitorio, la oreja pegada a la puerta, el siseo reptil de
la asistenta en el pasillo, desempolvando el rodapié o aplastando algún insecto
imaginario con calculada entrega. Cesa el ruido abruptamente; intuyo ahora, sin
asomo de duda, la cadencia asesina de su respiración del otro lado de la pared;
su aviesa mirada en dirección a mi habitación, enmarañado el pelo, palmeándose
el estómago en un gesto, estoy convencido, desafiante. Debilitado por un sueño
difuso, del que aún no me he despegado, renuncio a cualquier confrontación doméstica
y me deslizo por la puerta sin ser visto.
Erguido
el mentón, avanzo con decisión marcial por calles todavía vacías; alineados
como peceras mudas, un tribunal de escaparates asiste a mi desfile callejero;
sobre los tejados, y entre las antenas, el vuelo temprano de algún pajarete a
nadie, salvo a mi, parece incumbir.
Decido
tomarme un respiro en un parquecillo salpicado de bancos por los que un chucho
contrahecho va repartiendo orines con pausa y ceremonia; entre los arbustos
asoma, de cuando en cuando, un pensionista ocioso, aferradas las dos manos al
plástico arrugado de una bolsa de contenido impenetrable. En la comodidad de mi
propio asiento, me abandono al mortal languor del que tanto previene
Schopenhauer: “la parálisis”, leo en mis notas, “que se muestra en la forma del
terrible y mortecino aburrimiento, de un fatigado anhelo sin objeto determinado”, y que se extiende ahora,
imparable, por todo mi cuerpo.
Tumbado
en el banco sin decoro alguno y con la libreta enfrentada al cielo, continúo el
repaso de mi pequeño vademécum: en el sabio alemán encuentro con sorpresa el
remedio a mi creciente postración, que no es otra que mi condición de artista y
“el consuelo que procura el arte, y el entusiasmo del artista al que le hace
olvidar las fatigas de la vida”. De este modo, el elogiado
creador, leo con asombro, fascinado, “contempla el espectáculo de la objetivación
del mundo: se queda parado en él, no se cansa de contemplarlo y reproducirlo en
su representación”.
Detecto
un pálpito premonitorio, anuncio de una de mis habituales pugnas con un mundo
cuyo peso, quiero convencerme, ya no me intimida. Así, incorporado ya en el
banco, desde la contemplación más decidida, el ceño fruncido y encimada mi cámara,
transmuto el vientecillo, que agita las hojas, en una suave caricia; para cada
pájaro y piedrecita encuentro un nombre y un propósito; incluso el cuasimodo
canino, que se acerca obsequioso, meneando su rabito pelado, tiene su lugar en
este cuadro de armonía, al que mis atributos poéticos han concedido un nuevo
orden.
Envanecido
por mi osadía prometeica, apoyados ahora los codos en el respaldo del
banco, reflexiono sobre el acto de
representación: la vida convertida en espectáculo, pienso para mi, libre de
tribulaciones, re-presentada en este acto de ilusionismo que los creadores todos,
payasos de chistera, escenificamos en nuestro teatro particular. Nada se
me antoja más irreverente que el acto creativo,
en cuya esencia, sigo pensando incontrolado, esta la reinvención del mundo y,
en último término, ¡la negación absoluta y taxativa de Dios!
Cae el
telón y vuelvo a la realidad del parque, alarmado por las consecuencias de mi
acto, de mi réprobo atrevimiento. El perrete, ahora malquistado, reclama con bufidos el banco del que ya me estoy
levantando. Con mi defección vuelven los pajarillos a su vuelo incierto; un
viento errático agita ramas y papeles por el suelo. De esta escena, sin orden
ni concierto, huye su director entre las sombras.
En la
puerta del apartamento, ahora vacío, reconozco mi derrota, la futilidad de un
asalto a la vida nuevamente frustrado, sin otro logro que el halo de estas imágenes,
que uno no sabe bien si emplazar en el recuerdo o en la ilusión del sueño, que
bien podrían ser lo mismo.