domingo, 20 de noviembre de 2011
De mis
viajes a la ciudad de Manila hace unos años, ha quedado el recuerdo difuso de
una escultura gigantesca del celebrado Silapulapu, repartida en piedra por
distintos rincones de esa ciudad interminable, y que mostraba a una figura
musculosa y granítica, convertida por el tiempo y el orgullo local en símbolo
de identidad nacional. Del lado de los conquistadores, a juicio de Zweig,
Elcano recibió una gloria inmerecida, no tanto por su previa condición de
amotinado, como porque el honor debería haber recaído, sostiene, en el esclavo
Enrique, traído por los portugueses desde las Islas de las Especias por la ruta
oriental bajo su control, y que se habría incorporado a la expedición de
Magallanes desde su inicio. El mencionado esclavo habría reconocido, para
estupor de todos, la lengua de los indígenas filipinos a su legada a las islas,
cerrando, así, el círculo de la primera persona que verdaderamente circunnavegó
el globo.
Un estúpido,
y a la postre fatal, error de cálculo, añade el escritor vienés, explicaría,
asimismo, el lance de costa que acabó con la vida del infortunado Magallanes,
quien, junto con los soldados de su partida, no pudiendo fondear las barcas
cerca de la playa, y alejados como estaban los indios del fuego de sus armas,
optaría por deslizarse al agua con sus pesadas armaduras, exponiéndose
ingenuamente a las flechas de los locales. En escaneado del grabado que ilustra
la muerte de Magallanes –extraído de la Cosmographuie de Thevet de 1575- advierto un
soldado, acaso el propio Magallanes, con la cabeza cruelmente asaeteada, el
casco a un lado, y el mudo estupor, casi cómico, dibujado en un rostro de ojos
abiertos desmedidamente al espectador.
En la
base del guerrero indígena encontrado en google, esculpida en piedra, leo con
sorpresa la fecha insigne de la muerte de Magallanes, 27-4-1527, que coincide,
salvando siglos y primaveras, con la fecha de mi propio nacimiento. Lo que
vendría a explicar, mal que bien, los vapores de conquista que ciegan en
ocasiones mis sentidos, provocados, parece, por el polvillo estelar que el capricho del cosmos habría
depositado en mi espíritu inquieto y ofuscado, heredero interestelar del
celebrado conquistador.
lunes, 14 de noviembre de 2011
Corro
diariamente, como queda dicho, en una pista deportiva elíptica, rodeada de un entorno
de jardines igualmente geométrico, mantenido con celo por dos figuras
cervantinas, un gordo y un cojo, a los que nunca he conseguido acercarme y de
los que nunca, en todos estos años de gimnástica entrega, he obtenido un saludo
o un gesto, ya no de complicidad, ni siquiera de reconocimiento. Con mi entrada
atlética en el circuito repiten su ceremonia diaria: detienen su maquinaria en lo
alto de la colina y vigilan mi carrera en un silencio suspicaz.
Corro
en dirección contraria a las agujas del reloj, levogiro, como las espirales que
dibujan todos los sumideros de Australia.; corro en el mismo sentido en el que
corría Emilio Zatopek y todos lo atletas del Olimpo, faltaría más; corro contra
el tiempo, robándole en cada vuelta, unos segundos a la eternidad.
Cumplida
mi cita diaria con la pista y de regreso a mi domicilio, enjabonándome en el
calor de una ducha bien ganada, observo el agua escapándose por el sumidero en
una fuga hipnótica, obligada, ahora si, al familiar giro horario. La imagen me devuelve a la idea del
tiempo, ficción del hombre, leo estos días en Schopenhauer, en su estrategia
para entender una realidad, de otro modo ininteligible; proyección de nuestra
sesera primate, piendo para mi, que dibuja un mapa para repartir las contingencias de este mundo
extraviado en un antes y un después.
Todo esto, sigo yo reflexionando entre vapores, para eludir la evidencia
palmaria de que las conquistas napoleónicas y el vuelo efímero de una pompa de
jabón , el big-bang y nuestras ilusiones todas de futuro; todo, como digo, tiene el calibre de un instante, el
parpadeo fugaz de un monicaco sideral, soñado, a su vez, por otro primate
alucinado y con la testa igualmente circunvalada:
“Enfriad el caldo con sangre de mico
/ y firme y seguro será nuestro hechizo”, gritan las brujas de Macbeth.
Con el
tren de mis reflexiones descarrilado, cegado todavía por el jabón del baño,
observo, con idéntico estupor primate, el culebreo de unos pelos que asoman
por el desagüe; movido por la curiosidad, me agacho y tiro con todas mis
fuerzas hasta encontrarme en la mano con la sorpresa de un gigantesco pelucón,
al que siguen unas gruesas gafas de concha y la cara familiar de mi vecina que,
tras un sonoro ruido de succión y superado el estrecho agujero, aparece en mi
bañera, enfundada en su florido batín.
“Mella,
Tiempo voraz, del león las garras. Mella, Tiempo voraz, del león las garras”, repite, admonitoria, su nariz pegada a
la mía.
Su
imagen de desvanece en los vapores del baño junto con el eco shakesperiano,
reducido ahora a un murmullo que devuelve mi propia almohada. Una penumbra
lechosa cubre las paredes de lo que empiezo a adivinar como mi dormitorio.
martes, 8 de noviembre de 2011
Despreciado
su proyecto de circunnavegar el globo por Manuel el Portugués, Magallanes
realizó su hazaña bajo pabellón español. Después de dos años
interminables, superada una
revuelta de la tripulación en Puerto San Julián, que concluye con varios
capitanes descuartizados - clavados sus trozos en picas-, encuentran el
Estrecho de Magallanes y embocan el Océano Pacífico, que tardarán en surcar
cien días. Llegan los expedicionarios a Filipinas víctimas del escorbuto,
llagada la boca y desdentados, con todas las ratas del barco consumidas (cinco
reales de oro la pieza) y agotado el cuero de las velas (que horneaban después
de remojarlo en el mar). Con Magallanes muerto a manos del rey de Cebú,
Silapulapu, Elcano protagoniza el último tramo de cinco meses continuados de
navegación sin tocar puerto, a fin de evitar el apresamiento portugués. Culmina
la gesta en cabo San Vicente donde, para desconcierto de Piagafetta, resulta
ser jueves, cuando según el diario del cronista, mantenido con celo incansable
durante los tres años de viaje,
debería ser miércoles. De este modo, “robándole un día a la eternidad”
(sic), quedó demostrada la esfericidad de la tierra y que ésta no permanece
suspendida e inmóvil en el espacio, sino que gira sobre su propio eje.
Concluyo
el trepidante relato de Stephan Zweig y paso a la consulta de un médico especialista que me atiende
enfundado en su docto batín. Le reclamo, en los mejores términos pero sin
pleitesías, un remedio para el dolor de espalda que me acompaña estas semanas,
y que yo achaco a mis carreras matinales, a un mal gesto, un requiebro
inconsciente que pueda estar repitiendo en mis ejercicios diarios y que no se
ajuste a la geometría de mi cuerpo, en el que tenía hasta ahora plena confianza,
en el límite, podría decirse, de la inmodestia.
En
respuesta a mi demanda de una solución a los dolores, y no sin cierto despecho,
pienso, debido a mi tono de exigencia, el doctor me prescribe una “prueba de
pisada”, así dice, “prueba de pisada”. Desde su autoridad médica, y con un
retinte vengativo, pone en cuestión, sin pudor alguno, el valor de mis pasos,
que ahora deberé someter a la bendición, o humillante burla, de algún artefacto
endemoniado manejado por otro medicastro que, salivando de placer, llenará de
cruces funerarias las casillas de su test
científico e irrefutable.
Abandono
aturdido la consulta. Enfundado Zweig en el bolsillo, salgo a la calle, a la
luz del día, atento a la firmeza de mis zancadas, de la que ahora sospecho. Con
cada paso evito una caída segura; con cada bocanada de aire, constato
igualmente, distraigo el ahogo inevitable. Cada uno de mis gestos, de mis
movimientos, descubro asombrado, negocian segundo a segundo, una moratoria que
retrasa el desenlace fatal e inevitable. Mis piernas, podría jurarlo, están
cada vez más arqueadas; aliado con la gravedad, el tiempo, que todo lo devora,
me reclama para alimentar el polvo de este asfalto que piso con creciente
inseguridad. Me veo más pronto que tarde culibajo y con las piernas combadas
dramáticamente, arrastrando, como quién dice, el trasero por el suelo, sin otro
consuelo que algunas monedillas arrojadas a mi paso por algún transeúnte
conmovido. Aplazada, sin remedio, mi cita con la pista de atletismo, busco
refugio inmediato en un bar donde poder tomarme un cafelillo con el que
recuperar el tono y la energía menguantes, y frenar este delirio dickensiano.