miércoles, 26 de octubre de 2011


“Ud. parece huir del centro”, con este comentario el conocido periodista Bernard Pivot resumía su impresión sobre el carácter fronterizo de la vida y obra de la escritora Marguerite Yourcenar. “El centro está en todas partes”, respondía la escritora, “para mí el centro está en esta mesa en la que usted y yo hablamos”.

Recuerdo la entrevista viajando en coche al oráculo de Delfos. Lugar, explica nuestro guía durante el trayecto, sobre el que dos águilas enviadas por Zeus se cruzaron en el cielo para señalar con su vuelo el centro del mundo. Recibo la noticia con  alegría cortés, aunque reconozco en mi fuero interno una vaga sensación de ultraje, la ofensa de verme despojado por designio divino, de un atributo que  hasta este momento tenía como propio: la certeza, ahora expugnada, de que el centro de todas las cosas me acompañaba allá donde yo fuera.

El sol del mediodía ha convertido el mar en una cegadora bandeja de plata. Nuestro vehículo serpentea en un coqueteo infatigable con el agua, acercándose y alejándose de la costa con la intermitencia de una danza hipnótica.  Acunado por el vaivén de nuestra marcha y por la brisa revoltosa que se cuela por mi ventanuco, me abandono a una breve -y mediterránea- siestecilla.


A nuestra llegada a Delfos leemos una descripción del oráculo, célebre, parece, por la ambigüedad de sus predicciones, en el que  pitonisas transportadas por el pneuma enthousiastikon, exhalación sagrada -"y sin duda alucinógena", añade la guía-, decidían guerras y sacrificaban ejércitos. Vemos expuesta una copia romana del ónfalo, la piedra que señalaba en Delfos el ombligo del mundo, y en la que se puede leer la siguiente inscripción:  

Conozco el número de los granos de arena, y la medida del mar; entiendo a los idiotas y oigo a aquel que no habla.

En nuestro camino de regreso, destronado de mi centro universal por la prueba irrefutable del ombligo griego y petrificado, pienso, no sin rencor, en el excesivo valor que los antiguos concedieron al entendimiento con los idiotas y  a la verdadera dimensión del mar, cualquiera que esta sea. A medida que nos alejamos de ese entorno de piedra milenaria, y con los restos del día apagándose en un horizonte despejado, me detengo para anotar en la libreta un apunte breve: la conciencia del paso del tiempo puede ser un prueba de debilidad y no es obligada. Qué demonios quiero decir con esto, no podría asegurarlo: si acaso elevar una tímida protesta al imperio de Cronos, de cuyo inexorable paso ha quedado en prueba toda la celebrada ruina helénica que visitamos estos días; o calmar, supongo, durante unos minutos, mi enojo con el olimpo griego, a quien debo esta humillante conciencia de mi condición perecedera y descentrada.  A fin de cuentas, pienso para mí, la situación de extranjero es incondicional a todo viaje: desplazados del centro, asumimos una posición periférica, de espectador, que la propia Yourcenar celebraba en la mencionada charla al referirse a la condición viajera de su Adriano (la célebre recreación literaria del emperador romano) con estas palabras: “…buscaba poner en cuestión lo que se supone que es el centro, buscaba la libertad del forastero, el extrañamiento y esa mirada que nos permite juzgar…”

La noche envuelve el vehículo en el que regresamos a Atenas. Los postes de luz que orillan la carretera brillan con morosa cadencia a la luz de nuestros faros. Asistiremos la siguiente jornad, y en primera fila, a la batalla futbolística del estadio del Olympiakos: sobre el césped, los gritos mercenarios de los jugadores pugnando por la victoria; a mi espalda, un claroscuro de bengalas cegadoras y sombras  susurrando secretos al oído; presionando mis hombros, podría jurarlo, dos pesadas manos de gruesos dedos (el divino Zeus) que impiden mi salto heroico a la hierba y sellan mi puesto entre los espectadores, obligándome, una vez más, a la feliz periferia del viajero.