La
isla tiene por única autoridad a dos carabinieri, que recorren sus
callejuelas refugiados del sol siciliano bajo el toldo, estrecho e
insuficiente, de su cochecillo eléctrico. Posan para la cámara sudorosos,
amortajados por la gruesa franela de su uniforme policial. Uno de ellos, calvo
y dominante, coloca los brazos en jarras y encara el horizonte con aires de
Mussolini, estatuario y feliz, me parece, por esta imagen que regala al mundo
de autoritat espontanea, así me dice, autoritat espontanea. Su compañero, plegado
a la furia autoritaria de su pareja, se refugia, más discreto, en un segundo
plano: sobre su rostro estrecho y verdiblanco, ruedan gruesos goterones de
sudor; unos pequeños y tímidos suspiros salen de su boca diminuta, los últimos
estertores de un lenguado fuera del agua, pienso para mi.