Me introducen postrado en la cápsula infame como a un supositorio. En el puño un bombín que debo accionar en caso de abandonarme al pánico. A los pies de esta mortaja, blanca y galáctica, mi calzado espera el regreso de su dueño. En mi lenta inmersión recuerdo a Empédocles de Agrigento, que se arrojó al Etna con el propósito de desvelar el secreto del interior de la Tierra, dejando una sandalia en prueba de su identidad (y arrojo).
Inmovilizado en el interior del tubo, pienso en mis ridículos calcetines (rojo chillón salpicado de motas azules -elección desgraciada-) asomando en el extremo de la
máquina. Mantengo, heroico, la compostura en los veinte minutos interminables
que dura la inspección. El martilleo magnético se apaga gradualmente. Contengo
la respiración, atento a cualquier señal del mundo exterior: bien podría salir
disparado a las estrellas en el instante último de una deflagración planetaria.
El aparato me devuelve finalmente a la vida; emerjo como un Lázaro de la tumba,
con la auxiliar –la mirada clavada en mis pies- sujetando mi calzado en un
gesto de atención, que su irónica sonrisilla desmiente. Me incorporo con la
imagen fugaz de un operario encontrando, al final del día, el cuerpo inerte de la enfermera, mi
calcetín irisado anudado con fatal estridencia a su delicado cuello.