martes, 29 de noviembre de 2011



domingo, 20 de noviembre de 2011

 
De mis viajes a la ciudad de Manila hace unos años, ha quedado el recuerdo difuso de una escultura gigantesca del celebrado Silapulapu, repartida en piedra por distintos rincones de esa ciudad interminable, y que mostraba a una figura musculosa y granítica, convertida por el tiempo y el orgullo local en símbolo de identidad nacional. Del lado de los conquistadores, a juicio de Zweig, Elcano recibió una gloria inmerecida, no tanto por su previa condición de amotinado, como porque el honor debería haber recaído, sostiene, en el esclavo Enrique, traído por los portugueses desde las Islas de las Especias por la ruta oriental bajo su control, y que se habría incorporado a la expedición de Magallanes desde su inicio. El mencionado esclavo habría reconocido, para estupor de todos, la lengua de los indígenas filipinos a su legada a las islas, cerrando, así, el círculo de la primera persona que verdaderamente circunnavegó el globo.
                                                                                 
Un estúpido, y a la postre fatal, error de cálculo, añade el escritor vienés, explicaría, asimismo, el lance de costa que acabó con la vida del infortunado Magallanes, quien, junto con los soldados de su partida, no pudiendo fondear las barcas cerca de la playa, y alejados como estaban los indios del fuego de sus armas, optaría por deslizarse al agua con sus pesadas armaduras, exponiéndose ingenuamente a las flechas de los locales. En escaneado del grabado que ilustra la muerte de Magallanes –extraído de la Cosmographuie de Thevet de 1575- advierto un soldado, acaso el propio Magallanes, con la cabeza cruelmente asaeteada, el casco a un lado, y el mudo estupor, casi cómico, dibujado en un rostro de ojos abiertos desmedidamente al espectador.

En la base del guerrero indígena encontrado en google, esculpida en piedra, leo con sorpresa la fecha insigne de la muerte de Magallanes, 27-4-1527, que coincide, salvando siglos y primaveras, con la fecha de mi propio nacimiento. Lo que vendría a explicar, mal que bien, los vapores de conquista que ciegan en ocasiones mis sentidos, provocados, parece, por el polvillo estelar  que el capricho del cosmos habría depositado en mi espíritu inquieto y ofuscado, heredero interestelar del celebrado conquistador.
                                                                                  






lunes, 14 de noviembre de 2011




Corro diariamente, como queda dicho, en una pista deportiva elíptica, rodeada de un entorno de jardines igualmente geométrico, mantenido con celo por dos figuras cervantinas, un gordo y un cojo, a los que nunca he conseguido acercarme y de los que nunca, en todos estos años de gimnástica entrega, he obtenido un saludo o un gesto, ya no de complicidad, ni siquiera de reconocimiento. Con mi entrada atlética en el circuito repiten su ceremonia diaria: detienen su maquinaria en lo alto de la colina y vigilan mi carrera en un silencio suspicaz.

Corro en dirección contraria a las agujas del reloj, levogiro, como las espirales que dibujan todos los sumideros de Australia.; corro en el mismo sentido en el que corría Emilio Zatopek y todos lo atletas del Olimpo, faltaría más; corro contra el tiempo, robándole en cada vuelta, unos segundos a la eternidad.

Cumplida mi cita diaria con la pista y de regreso a mi domicilio, enjabonándome en el calor de una ducha bien ganada, observo el agua escapándose por el sumidero en una fuga hipnótica, obligada, ahora si, al  familiar giro horario. La imagen me devuelve a la idea del tiempo, ficción del hombre, leo estos días en Schopenhauer, en su estrategia para entender una realidad, de otro modo ininteligible; proyección de nuestra sesera primate, piendo para mi, que dibuja un mapa para repartir las contingencias de este mundo extraviado en un antes y  un después. Todo esto, sigo yo reflexionando entre vapores, para eludir la evidencia palmaria de que las conquistas napoleónicas y el vuelo efímero de una pompa de jabón , el big-bang y nuestras ilusiones todas de futuro; todo, como digo,  tiene el calibre de un instante, el parpadeo fugaz de un monicaco sideral, soñado, a su vez, por otro primate alucinado y con la testa igualmente circunvalada:

 “Enfriad el caldo con sangre de mico / y firme y seguro será nuestro hechizo”, gritan las brujas de Macbeth.

Con el tren de mis reflexiones descarrilado, cegado todavía por el jabón del baño, observo, con idéntico estupor primate, el culebreo de unos pelos que asoman por el desagüe; movido por la curiosidad, me agacho y tiro con todas mis fuerzas hasta encontrarme en la mano con la sorpresa de un gigantesco pelucón, al que siguen unas gruesas gafas de concha y la cara familiar de mi vecina que, tras un sonoro ruido de succión y superado el estrecho agujero, aparece en mi bañera, enfundada en su florido batín.

“Mella, Tiempo voraz, del león las garras. Mella, Tiempo voraz, del león las garras”,  repite, admonitoria, su nariz pegada a la mía.

Su imagen de desvanece en los vapores del baño junto con el eco shakesperiano, reducido ahora a un murmullo que devuelve mi propia almohada. Una penumbra lechosa cubre las paredes de lo que empiezo a adivinar como mi dormitorio. 

martes, 8 de noviembre de 2011

Despreciado su proyecto de circunnavegar el globo por Manuel el Portugués, Magallanes realizó su hazaña bajo pabellón español. Después de dos años interminables,  superada una revuelta de la tripulación en Puerto San Julián, que concluye con varios capitanes descuartizados - clavados sus trozos en picas-, encuentran el Estrecho de Magallanes y embocan el Océano Pacífico, que tardarán en surcar cien días. Llegan los expedicionarios a Filipinas víctimas del escorbuto, llagada la boca y desdentados, con todas las ratas del barco consumidas (cinco reales de oro la pieza) y agotado el cuero de las velas (que horneaban después de remojarlo en el mar). Con Magallanes muerto a manos del rey de Cebú, Silapulapu, Elcano protagoniza el último tramo de cinco meses continuados de navegación sin tocar puerto, a fin de evitar el apresamiento portugués. Culmina la gesta en cabo San Vicente donde, para desconcierto de Piagafetta, resulta ser jueves, cuando según el diario del cronista, mantenido con celo incansable durante los tres años de viaje,  debería ser miércoles. De este modo, “robándole un día a la eternidad” (sic), quedó demostrada la esfericidad de la tierra y que ésta no permanece suspendida e inmóvil en el espacio, sino que gira sobre su propio eje.

Concluyo el trepidante relato de Stephan Zweig y paso  a la consulta de un médico especialista que me atiende enfundado en su docto batín. Le reclamo, en los mejores términos pero sin pleitesías, un remedio para el dolor de espalda que me acompaña estas semanas, y que yo achaco a mis carreras matinales, a un mal gesto, un requiebro inconsciente que pueda estar repitiendo en mis ejercicios diarios y que no se ajuste a la geometría de mi cuerpo, en el que tenía hasta ahora plena confianza, en el límite, podría decirse, de la inmodestia.

En respuesta a mi demanda de una solución a los dolores, y no sin cierto despecho, pienso, debido a mi tono de exigencia, el doctor me prescribe una “prueba de pisada”, así dice, “prueba de pisada”. Desde su autoridad médica, y con un retinte vengativo, pone en cuestión, sin pudor alguno, el valor de mis pasos, que ahora deberé someter a la bendición, o humillante burla, de algún artefacto endemoniado manejado por otro medicastro que, salivando de placer, llenará de cruces funerarias las casillas de su test  científico e irrefutable.

Abandono aturdido la consulta. Enfundado Zweig en el bolsillo, salgo a la calle, a la luz del día, atento a la firmeza de mis zancadas, de la que ahora sospecho. Con cada paso evito una caída segura; con cada bocanada de aire, constato igualmente, distraigo el ahogo inevitable. Cada uno de mis gestos, de mis movimientos, descubro asombrado, negocian segundo a segundo, una moratoria que retrasa el desenlace fatal e inevitable. Mis piernas, podría jurarlo, están cada vez más arqueadas; aliado con la gravedad, el tiempo, que todo lo devora, me reclama para alimentar el polvo de este asfalto que piso con creciente inseguridad. Me veo más pronto que tarde culibajo y con las piernas combadas dramáticamente, arrastrando, como quién dice, el trasero por el suelo, sin otro consuelo que algunas monedillas arrojadas a mi paso por algún transeúnte conmovido. Aplazada, sin remedio, mi cita con la pista de atletismo, busco refugio inmediato en un bar donde poder tomarme un cafelillo con el que recuperar el tono y la energía menguantes, y frenar este delirio dickensiano.

domingo, 6 de noviembre de 2011


miércoles, 2 de noviembre de 2011